Asumirnos responsables

Hemos conocido el veredicto absolutorio (con un voto de minoría) en el caso conocido como “Hijitus de la Aurora” (ver resumen de argumentos para la querella y el fallo).

De esta resolución, hechos determinantes: el imputado por abuso sexual infantil (ASI) fue declarado inocente y los testimonios de las presuntas víctimas (4 niñ@s) se desestimaron por inconcluyentes (sus padres y fiscalía deberán asumir los costos del juicio, por favor leer). El proceso completo fue vinculado a un fenómeno de pánico colectivo, las pericias han sido cuestionadas (audio) y también lo ha sido el Ministerio Público por falta de objetividad, y el abogado responsable de la querella hasta agosto del 2013 (vinculado asimismo a otras causas por ASI) enfrenta ahora una demanda por injurias. Uno no sabe qué pensar.

Hemos conversado en incontables oportunidades -para cualquier proceso judicial y aun valorando los progresos que se observan el sistema- sobre los riesgos de revictimización para los niños, y la necesidad de garantizar condiciones básicas y protecciones efectivas tanto para las víctimas presuntas, los testigos de los casos, y para los presuntos responsables, de forma de asegurar el adecuado devenir de investigaciones, juicios orales y los resultados de la justicia.

Frente a resoluciones como las del caso Hijitus, muchos nos preguntamos qué sucede, cuál es la verdad de los hechos y si ésta es coincidente (completa, parcialmente o no) con la verdad judicial.  Los jueces han emitido veredicto, eso se respeta, pero podemos todavía cuestionar las condiciones en que se llevan a cabo estos procesos (diagnóstico de abuso, pericias, investigación, juicios orales, cobertura en los medios, vulneraciones sobre vulneraciones), especialmente para los más indefensos: los niños involucrados.

Hemos insistido hasta la extenuación y la majadería, sobre la delicadeza y rigor en que deben ser escuchados (siempre escuchados), recogidos y/o evaluados los relatos de los niños: todo relato, no sólo de abuso sexual infantil. Se califica a niños pequeños de mentirosos y hasta mal intencionados y olvidamos que los niños no ejercen el albedrío ni disciernen moralidad de la forma en que los adultos lo hacemos.

En los niños pequeños, el lenguaje está en formación, asimismo su noción de tiempos y espacialidades, y aún pueden entretejerse la realidad junto a otros elementos, especialmente durante la infancia temprana. Además, ellos dependen de nosotros los adultos, les importamos, no quieren vernos sufrir y muchas veces no querrán alarmarnos, o contradecirnos, no porque tengan miedo, sino porque son cachorros que dependen del cuidado de los más grandes de la manada y en un nivel muy profundo, mamífero, no pueden arriesgar que no los queramos o no los cuidemos, o que nos desplomemos, con iguales resultados (no poder cuidar).

Si por ejemplo amamos, tratamos bien a un niño, y le decimos que la vida es buena, que el cuerpo es maravilloso y tiene límites, que los adultos están para protegerlos (y también deben respetarlos y aceptar sus “NO”), etc., lo más probable es que nos crean porque confían en nosotros. Si por el contrario nuestros mensajes son de temor, resentimiento, o nos escuchan hablar mal del suegro o un colega, lo más probable es que nos crean también o que eso al menos tenga una incidencia en cómo ellos ven o verbalizan su mundo.

Por encima de todo, si les hemos dicho a nuestros niños que cuentan con nosotros, que serán escuchados, y no sólo las palabras hablan (lo hacen también los cuerpos, los rostros, las emociones), entonces cumplimos y escuchamos, atentamente, sin juzgar ni interrumpir, sin completar frases, sin apurar, y sin angustia por difícil que sea (y es muy importante pues los relatos espontáneos de los niños pequeños rara vez no son verídicos, especialmente, en materia de abuso; por demás, los más chiquitos no saben qué es el abuso, sólo describen hechos vividos). Somos pilares de nuestros niños. Luego, entre adultos, es otra cosa, y dependeremos de adultos expertos y criteriosos para acompañarnos.

Evaluar un testimonio sobre algo tan sensible y tremendo como el abuso sexual, es una tarea tremenda y relevante, que requiere no sólo de profesionales altamente competentes y fogueados (con muchas, pero MUCHAs horas de vuelo) sino también con criterio, claridad sobre el interés superior del niño y su protección, y sobre la absoluta necesidad de separar y contener expectativas, emociones, etc,  de diversos actores en un proceso (familiares, abogados, fiscales, o las propias expectativas del profesional, sus propios valores o juicios), de forma de no interferir con los resultados de un diagnóstico.

Sea que una sospecha de abuso se confirme en los hechos (y la pericia psicológica podría tomar más de una sesión, y hasta 4 o 6, eso sin contar posibles pericias médicas), se descarte (para alivio de todos) o sea imposible de determinar con certeza la ocurrencia o no-ocurrencia del abuso sexual (diagnóstico “no concluyente”), de todos modos los niños involucrados habrán sido expuestos a una experiencia que inclusive para un adulto sería intimidante, estresante, posiblemente traumatizante.

Pensémonos cualquiera de nosotros, siendo interrogados -varias veces- sobre nuestros afectos, sobre nuestros cuerpos (y su posible vulneración), y pensémonos por un instante esperando en el  Instituto Médico Legal, quizás llamados a viva voz por altoparlante, y luego tendidos sobre una camilla mientras alguien realiza un examen ginecológico o proctológico, para constatar o descartar agresiones sexuales. Para cualquier niño, esta trayectoria, la presencia en tribunales, comisarías, la situación cotidiana, sus escuelas, sus propios hogares, no es fácil y menos familiar; no en la infancia. Y si podemos ir un poco más allá, pensémonos como los padres de esos niños, cuán intacta o frágil podría sentirse la claridad, cuán necesitados de buena guía y consejo profesional. La decisión de realizar una denuncia y querellarse, tanto como la decisión de no hacerlo, son delicadas y determinantes.

El fallo y sentencia serán recién publicados el 15 de julio (momento de ahondar en reflexiones), y habrá personas mejor calificadas para analizar la ética, procedimientos y/o resoluciones de nuestro sistema de justicia (así como el importante porcentaje de casos sobreseídos, o concluidos porque errores o insuficiencia en la producción de la prueba). A nosotros nos queda respirar, observar y hacer sentido de lo que estamos atestiguando como sociedad. Más aún, cuando es exigible el respeto frente al sufrimiento de seres humanos niños y adultos que transitaron esta experiencia. Tantas pérdidas.

El daño nos sale al frente, y también la responsabilidad. Se repiten situaciones, sentimientos (sobre esto mismo escribía el 2012, en una columna llamada “Súplica responsable”, con distintos ángulos sobre diagnóstico y denuncia de A.S.I.). Se repite, asimismo,  la certeza sobre las consecuencias que vienen con la precipitación y la falta de cuidado de los actos adultos.

En el desenlace, tanto como en el origen del caso Hijitus (y en otros casos pendientes), ha habido demasiadas premuras para concluir, opinar, condenar, validar o invalidar. Cuestionamientos a la verosimilitud de los testimonios de las víctimas presuntas, irrespeto a los derechos de los niños, y la vulneración del principio de presunción de inocencia. Estos elementos, junto a la exhibición descarnada y desmedida de víctimas y acusados en los medios, han sido recurrentes en más de un proceso por sospecha de abusos sexuales y fuera de ahondar en sufrimientos, también pueden aportar a la confusión y el error. Grave.

Es entendible que como humanos tratemos de hacer sentido de tragedias que nos pegan hondo, pero en cada tránsito aprendemos, y la próxima vez (que ojalá ni exista) necesitamos hacerlo de otra forma, con otras lecciones y reflexiones a nuestro haber: desde el cuidado, y no desde la turba y la exhibición mediática que ya bastante daño y confusión han causado.

Es 2014 y ojalá no corramos el riesgo del deja vu: en el año 2012, el arrebato y la estridencia marcaron cada paso, los juicios a priori (los padres eran “histéricos”, los dueños del jardín “delincuentes sexuales”, o los niños “mentirosos”), los mensajes incendiarios y los diagnósticos improvisados. Entonces, muchas personas -incluso líderes y activistas de la infancia- opinaban y emitían veredictos improvisados antes de siquiera presentarse las querellas por casos de ASI, o elevaban a la categoría de héroe o santo al mismo abogado que hoy se sojuzga.

En ese entonces, también, otras personas que trabajábamos en ASI, compartíamos la angustia por actos y por decisiones comunicacionales –como exponer a las víctimas presuntas en los medios- que tenían el potencial de vulnerar, justamente, a los niños a quienes se debía proteger, a sus familias, a comunidades educativas, y a la sociedad en su conjunto.

A pesar del descampado de ese tiempo -de fragilidad y agitación, de sospecha y desconfianza, y de llamados a “la caza de pederastas”-, se abrieron conversaciones pendientes y urgentes -y de la mayor trascendencia como país- sobre el tema del cuidado y el abuso sexual infantil en el ámbito prescolar y escolar (es sabido que los niños más vulnerables, en situaciones de ASI, y que los relatos que plantean mayor desafío en el diagnóstico, son de los niños más pequeños, niños con capacidades diferentes, o en condiciones de salud que les hacen difícil, cuando no imposible, comunicar experiencias).

Ojalá el contexto hubiese sido otro. Fuera otro, aun hoy. No ha sido una misión sencilla sensibilizar a nuestro país en torno al ASI y al imperativo adulto de cuidar y evitar a los niños sufrimientos evitables. No podemos arriesgar que recorridos ya ganados tomen direcciones negativas, inclinando la energía hacia la furia, el terror y la impulsividad, más que hacia la responsabilidad y precisión.

Responsables y precisos deben ser los pasos que damos para avanzar en prevención (protocolos claros, educación en sexualidad/afectividad, y los términos de relación entre adultos y niños: físicos, emocionales), en el tratamiento y reparación de ASI (con posibilidad para TODAS las víctimas y sus familias de acceder a terapia), en educación pública y en comunicación ética de los medios cuando se realiza cobertura de noticias vinculadas a la niñez, en las buenas prácticas y fiscalización de jardines infantiles (y criterios de selección muy claros sobre qué perfil de docentes e instructores son los más adecuados para el trabajo con niños prescolares y de cada grupo de edad), en leyes cuidadosas y oportunas (antes de, no después de las tragedias), en la convivencia entre adultos y niños en todo ámbito, y en el derecho de tod@ niñ@ a vivir su infancia en bienestar.

No existen códigos de atención en salud ni sanciones de la justicia formal para las heridas que se infligen al colectivo humano y a sus procesos de cambio (también pueden ser lesionados), pero eso no las hace menos reales. Saltarse etapas no hace bien, presionar al tiempo, por más arduo que sea a veces respetar la espera y sus ciclos (querríamos resultados ojalá inmediatos). Pero si reformar no resulta bien en la prisa, menos esperanza tiene el cometido mucho más profundo y perdurable de transformar. Y transformarnos.

Aprender. Hacer las cosas mejor en cada ocasión futura. Eso queda de estos días.

El caso Hijitus, como el año pasado el llamado “caso Orellana” (con 3 juicios y 3 veredictos diferentes), son insistencias que no podemos ignorar. Nos interpelan a examinar la responsabilidad de actores específicos, de nuestro sistema de justicia, de la experticia y criterio de peritos vinculados a casos de ASI, y también de los ciudadanos, en relación a todo: qué legislaciones tenemos y cuáles faltan (y hasta cuándo es tolerable que no contemos con una ley de protección integral de la infancia), cómo se verifica el cuidado de los niños (hogares, escuelas, salud, todo el país), y cómo se conducen procesos de diagnóstico, denuncia, investigación, justicia y reparación del abuso sexual infantil.

Los estándares no dan igual ni son acomodables a cada caso o según las preferencias o turbas de un momento dado. La protección de las víctimas presuntas -su integridad, dignidad, privacidad- es irrenunciable, y también el respeto al principio de presunción de inocencia. En procesos tan delicados como los que se vinculan a delitos sexuales y trauma infantil, las instituciones, profesionales y medios necesitan revisar el para qué, y el cómo y cuándo de sus decisiones, y también de la información que se comparte.

Todos fracasamos si se pierde la oportunidad de hacer justicia en casos de ASI por falta de rigurosidad y/o por exceso de errores o procedimientos mal realizados o sesgados; si se acepta que los niños sean tratados como lo son durante procesos judiciales (incluso por quienes se supone están de su lado); si se condena a priori a personas imputadas o es indistinto encarcelar a ofensores sexuales e inocentes (“por si acaso”); si las familias deciden que es preferible no recurrir a la justicia cuando existe sospecha de abuso o sufrimiento infligido por otros sobre sus niños (y la estadística de casos sobreseídos junto a las posibilidades de retraumatización de los niños son argumentos poderosos); si no existe sanción o restitución de la honra de personas falsamente acusadas,  entonces las grietas no son sólo de un “sistema”, o de abogados, fiscales, jueces. También estamos nosotros ahí: me refiero a todos los adultos.

Compartir responsabilidades como colectivo no tiene relación con el autoflagelo, y tampoco con eximir a otros de responder por daños que ellos ocasionaron. El sentido, más bien, es recordar que somos ante los niños, todos por igual, “el mundo adulto”. Querríamos que ellos vieran a ese mundo, y a todos nosotros, dispuestos a hacernos cargo, a actuar con equilibrio, a preguntarnos  “cómo pudimos y podríamos hacerlo mejor”. Hay errores que no pueden repetirse. Errores sólo de los adultos.

Ponderar hoy los resultados del accionar de la justicia y de diversas personas, sin soltar la mano de nuestro propio autoexamen –si no individual, al menos generacional, o cívico-, abre una oportunidad de estar mejor preparados, de aprender y entender, y de hacerlo mejor, sin consentir con prácticas cuestionables, desprolijas. De progresar conforme exigimos al fin un estándar más alto, el más alto ojalá, cuando se trata de cuidar a la nueva generación, especialmente en casos como el que va llegando a su desenlace esta semana (aunque sólo para la justicia, pues los dolores humanos no terminan con un fallo).


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