Daño y esplendor (archivo 2009, ASI)

Prólogo del libro “Espejos de Infancia: Análisis e Intervenciones en Violencia Infantil” Paicabí, Valparaíso, Chile, 2010.

El mundo nunca está preparado para el nacimiento de un niño (Wistawa Szymborska)

Me cuesta creer, con milenios de tránsito humano a cuestas, que aún debamos enfrentar realidades como la del abuso sexual infantil y, en general, de toda violencia infligida sobre los niños.

Periódicamente, constato la persistencia de estos males en las noticias, en ensayos de profesionales comprometidos con la protección de los niños, y en los incontables testimonios de personas que, vulneradas durante su infancia, todavía deben relacionarse con sus experiencias y heridas, en plena etapa adulta.

Yo misma, cuando menos lo espero, paso por el espejo y éste me devuelve trazas de recuerdos viejos o nuevos (de la misma trama) para los cuales casi no tengo energía ni voluntad disponibles. Y me es difícil tenerlas porque las requiero para afanes que me son mucho más gratificantes.

La vida acontece y avanza con su plétora de afectos, posibilidades y oficios (y necesitan de nuestra absoluta concurrencia) y no quiero sentir que pierdo regalos de mi presente –y del futuro que construyo día a día– por tener la vista y el alma puestas en un pasado que, de tiempo en tiempo, asalta con nuevas tareas, penosas o vivificantes; generalmente ineludibles.

Escribo y me doy cuenta, confieso, de que no me eximo de actitudes y conductas que he condenado en otros, en muchas oportunidades, por el costo que implican para muchos niños; los niños que son y los que ya fueron.

Quizás es sólo humano, me repito (como disculpa), mientras reconozco la resistencia que me habita, como a tantos: el deseo de negar, de no ver, de esconder bajo alguna alfombra interior –en un aseo rápido, como si se tratara de un puñado de pelusas molestas– una parte dolorosa de la propia biografía. La posibilidad del horror. De la crueldad. La indefensión absoluta.

Luego reflexiono que si una, con todos sus años de vida, de formación y de sanación dedicados a inteligir e integrar la experiencia del abuso –propia y de muchas personas con quienes he trabajado en terapia–, puede oponerse con tal brío a recaídas y pedidos de ayuda de la propia memoria emotiva o corporal, ¿cómo no entender a quienes, por siempre distantes de esta experiencia, prefieren mantenerse intactos? ¿Cómo no empatizar con el temor o la simple sensación de repertorio insuficiente para responder a una problemática que excede lo ordinario en niveles que llegan a parecer imposibles de comprender o abordar?

Efectivamente, el abuso sexual infantil se nos presenta como tan ajeno a lo ordinario, que es simplemente extraordinario. Así lo he creído por largo tiempo y he declarado esta creencia en decenas de ocasiones, por arrebatada o delirante que pueda parecer.

Extraordinario por movilizar en sus víctimas recursos, fortalezas y creaciones –de habilidades, caminos, consuelos, esperanzas– que reflejan lo más portentoso de la inclinación humana a la vida. Y extraordinario asimismo, por exceder, al punto del desmembramiento y como pocas experiencias, todo límite elemental y necesario para garantizar justamente la vida, en seres pequeños, con cuerpos también pequeños y engranajes afectivos frágiles, en pleno proceso de construcción.

El abuso sexual embiste sobre todas estas dimensiones con una fuerza difícilmente comparable a otras sobre la tierra. Tal vez, irónicamente, su potencia destructiva sólo sea equiparable a la demanda de energía de supervivencia –y más tarde de reconstrucción– que moviliza en sus víctimas.

Los niños y niñas que lo han experimentado no sólo han requerido de una excepcional resistencia al dolor –físico y/o psíquico– para transitar la barbarie, sino que además habrán de necesitar de una inconmensurable capacidad de rearticulación y de “regreso” a sí mismos, luego de haber sido de algún modo catapultados al margen del propio cuerpo, de sus emociones, y de su vida, en suma. En este esmero de reclamarse de vuelta, podrían gastarse años, más, si no concurrimos a tiempo en su auxilio.

Quiero tomar un momento para referirme a esta particularidad sobrecogedora del abuso que se mide en unidades de tiempo: meses, años e incluso décadas gastadas en el empeño de vencer el silencio, develar la verdad, eliminar (o administrar) pesadillas y espectros, lavar el alma, rearticular la identidad, repararse, sanar.

Son cientos de tareas diminutas o grandiosas, con innegable valor de aprendizaje y de transformación, pero que consumen un tiempo desviado de curso, por no decir robado. Es distinto levantar escombros luego de un desastre natural, que posponer el transcurso propio para reconstruir aquello devastado por la violencia de otros. Un esfuerzo que, por lo demás, no solamente toma tiempo de la infancia (que debió destinarse a jugar y soñar), sino que tiempo de la juventud, de la adultez y, en muchos casos y sin ánimo de desmoralizar a nadie, de la senectud de muchos sobrevivientes.

No son infrecuentes los casos de adultos mayores que recién a los sesenta o setenta años de edad comienzan a conocer y revisar las cicatrices heredadas por abusos ocurridos durante su niñez. Situaciones, de más está decir, de las cuales otras personas fueron responsables; otros, que no siempre habrán sido justamente sancionados ni habrán tenido gestos reparatorios para con sus víctimas, que sería lo mínimo, o lo necesario para que ambos –agredido y agresor– pudieran ir hacia delante, dejando atrás un ciclo cerrado, ojalá.

Dejar la historia atrás, no equivale a olvido ni a sanación instantánea para las víctimas (aunque puede resultar clave en su proceso de reparación). Tampoco implica exoneración para el abusador, y mucho menos una suerte de conjuro que lo inmunice contra posibles reincidencias (inclusive, por anciano que éste ya sea). Muy por el contrario, creo que cualquier acto reparatorio debe sustentarse en una descarnada toma de consciencia sobre el o los abusos cometidos (y sobre los factores que hicieron posible estas conductas lesivas) y, obviamente, sobre el imperativo de prevenir y evitar a toda costa su repetición, algo que obligatoriamente requiere de alguna modalidad de orientación y/o tratamiento terapéutico.

Pero la terapia no será una posibilidad para los agresores (arriesgando nuevos daños sobre otros niños), si nuestra sociedad ni siquiera la contempla –y hablo de Chile– como necesidad urgente para los cientos de víctimas infantiles que suma cada año. Ya sería hora de abordar el abuso sexual como problema de salud pública con cobertura gratuita para víctimas niños/as y sus familias.

Menos existen soluciones reparatorias para mujeres y hombres fueron abusados en tiempos donde no se hablaba del tema de la violencia contra los niños y donde existían aún menos mecanismos protectores de la infancia y de la salud mental de las personas. El número de estas víctimas puede ser inclusive por lejos superior a víctimas de violaciones a DDHH durante dictadura. Pero todavía no existen en el horizonte de la justa restitución.

Todos los sobrevivientes ex-niños y niñas, de abuso sexual infantil han movilizado sus propios recursos –psicológicos, morales, materiales– para reparar el daño o para simplemente cohabitar con él, sin mediar curación ni sutura, al mismo tiempo de intentar hacer las mejores vidas posibles. Es admirable, pero creo que la deuda ética es impresentable en un país como el nuestro. Confío en que mientras escribo estas líneas, puedan estar gestándose avances que yo ni imagino y que agradecería hasta los huesos.

Quizás, me digo en silencio, el torrente tanto de horror como de resiliencia que el abuso infantil trae consigo, sea suficiente un día para horadar, y utilizo esta palabra con todo su peso, las consciencias y corazones de todos aquellos que, en el entorno íntimo o más lejano de las niñas y niños niños afectados, no se eximen de esta experiencia por más que ella no los toque directamente. Y es que aunque sea una obviedad decirlo, no somos inmunes: a nada que tenga que ver con la vida humana. Todas las vidas.

Hambrunas y guerras pueden no caer sobre nosotros y no obstante sus repercusiones se dejan sentir. Podemos ignorar las noticias o despersonalizar las estadísticas de víctimas (y de familias y redes sociales completas afectadas por la mengua de un solo ser humano) hasta sólo ver números borrosos, pero eso no nos garantiza la separación de otros humanos ni protección alguna frente al espanto; no como quisiéramos (y menos mal que no podemos).

Al menos, nos hemos ido haciendo cargo de lo colectivo de nuestras vulnerabilidades, en la reacción masiva frente a problemáticas, por ejemplo, como la del calentamiento global y la crisis ecológica. Sueño con igual compromiso en relación a los niños, que no están amenazados de extinción como tantas especies y, no obstante, corren muchos otros peligros que a estas alturas de la historia de la civilización debieron haber sido erradicados.

Mientras tragedias evitables no sean evitadas, siempre existe la probabilidad –aunque sea remota– de que aquello que es cotidiano para niñas y niños “lejanos” (africanos, iraquíes, rusos o haitianos, o los del barrio contiguo, por mencionar algunos), pudiera algún día tocar la vida de nuestros propios hijos. “Nadie está libre…”, dicen, y es amargamente cierto.

El hambre, la miseria, la falta de vacunas en muchos países, la dificultad de acceso a una educación verdaderamente transformadora y empoderante, la violencia y la posibilidad de ser abusados y explotados sexualmente, entre otros, constituyen peligros reales que nos recuerdan cuán frágiles podemos ser (cada uno, yo misma, mis propias hijas) y nos hacen sentir, tal cual dice el verso con que comienzo este escrito, que el mundo no está preparado para recibir a un solo niño en su seno. No, en tanto estas sombras persistan.

El mundo no es un lugar allá afuera, lejos, inasible de puro extenso: el mundo es cada uno, nuestros hogares y comunidades (con todos sus miembros, luminosos y no), nuestras vidas y relaciones, aquello que nos rodea y nos hace quiénes somos y que cobra función de nido, cada vez que nace un niño. Niño que no sólo es responsabilidad de sus padres, sino de todos. Somos un solo tejido. Estamos juntos en esto.

Responsabilidad viene del latín respondĕre (responder). Y ser responsable es justamente responder, más que desde el deber, desde una disposición entrañable a adherir a valores positivos como la vida, la compasión y generosidad, el derecho a un desarrollo pleno para todo ser humano y el respeto por la integridad –física, psicológica y moral– del prójimo (especialmente de aquellos más indefensos).

Esta adhesión implica una actitud de cuidado y de riguroso compromiso, sin hacernos por ello perder libertad. Toda responsabilidad entraña elección. No puedo concebirlo de otra forma.

Frente a los niños esto cobra mayor importancia puesto que las obligaciones de los adultos para con ellos –amparo, alimento, provisión de salud y educación, entre otras– pueden ser altamente demandantes y arduas de cumplir, especialmente en estos tiempos. Sentir estos deberes como una imposición inescapable no ayuda tanto como la sensación, en cambio, de que elegimos desempeñar nuestro rol de padres y madres –ojalá con pasión y gratitud– de forma de habilitar, alentar, ayudar a construir buenos destinos para nuestros hijos, los hijos de todos.

El amor nos sostiene en estas lides; un buen sentido del humor e imaginación, también. Pero el apoyo y concurso de otros es asimismo vital, especialmente considerando el largo tiempo que debemos dedicar al cuidado y formación de nuestros niños.

Los padres y madres de toda especie deben acompañar a sus crías hasta que éstas puedan valerse por sí solas, cuidar y elegir sus propias vidas. Para la especie humana este período de preparación es mucho más largo (sus etapas y tareas tanto más complejas) lo que aumenta considerablemente la carga de responsabilidad parental, volviéndola muchas veces abrumadora o, peor aún, susceptible de quiebres y fracasos de envergadura, dejando a los niños expuestos a diversos padecimientos, uno de ellos la violencia.

Es aquí donde la presencia y soporte prodigado por otros –parientes, amigos, especialistas, comunidades, el Estado y sus instituciones– se convierte no sólo en un factor de contención para padres e hijos por igual, sino en un medio para prevenir situaciones de daño extremo para los más pequeños, y una forma de promover y ojalá garantizar (de una buena vez) pleno respeto por sus derechos humanos y el cuidado ético que requieren (quiero decir también, su felicidad). Somos todos responsables.

No hace mucho leí un estudio sobre madres que habían muerto a sus hijos (lo inexpiable). Uno de los elementos presentes en la época justo anterior a los filicidios, era una profunda sensación de soledad. Sobre estreses agudos –ligados a extenuación física, escasez económica y precariedades varias– y/o enfermedades mentales nunca antes diagnosticadas, la soledad actúa con la mayor potencia, precipitando tragedias que, tal vez, con la contención provista por vínculos afectivos y redes sociales activas, no habrían llegado a ser jamás.

En el abuso sexual infantil, la soledad también juega un rol sombrío y determinante. Ella facilita la exposición, la predación, la confusión y ese silencio cruel donde la voz de alarma, dolor y auxilio se extingue no sólo en los niños, sino también en muchos padres y madres sobrepasados por la dimensión de ciertos daños, y de su propia responsabilidad –real o no– en haber podido evitarlos. En este descampado, la compañía de otros humanos con sus ojos, oídos, intuiciones, sabidurías o simplemente su buen corazón, pueden radicalmente transformar una vida, y muchas más.

Muchos sobrevivientes del abuso sexual y de la violencia dicen que bastó una sola persona para cambiar sus destinos. Alguien lúcido, atento y bien dispuesto a escucharlos a tiempo; a darles crédito y considerar que su experiencia no era irrelevante ni ajena; a reconocerlos como dignos de protección y de autoridad sobre sus vidas y el diseño de éstas.

A veces, esta solidaridad vino de sus propias familias, otras de un profesor, o de un amigo y, casi siempre –más temprano o más tarde en la vida–, de un terapeuta. Profesionales como los que presentan este texto que se agradece muchísimo desde la mirada formativa, pero aún más desde la contribución a una ética que aporta dignidad, compasión y confianza sobre el mundo infantil y adolescente.

En lo personal, siempre espero un particular sentido de dignidad y compasión en el trabajo con niños y jóvenes, pero me conmueve y sorprende el elemento de la confianza, que marca una diferencia. Quizás a más de alguien le ha pasado, revisando literatura psicológica o informes institucionales especializados, que lo embarga una profunda sensación de desesperanza.

Inclusive, puede quedarles a muchas personas,también  a nosotros (indecible) la pregunta latente de para qué siquiera destinar recursos al apoyo de niños de la calle, o explotados sexualmente, o aquellos que habiendo sido violentados, luego ejercen violencia sobre otros niños: casos que parece imposibles. Casos que parecen perdidos. Y lo serán, por supuesto, en tanto se carezca de amor, de confianza y, también, de un buen poco de tozudez para sostener esa confianza.

En Corporación Paicabí, desde sus orígenes hace más de una década, siento que la marca de esta confianza es firme y clara: en sus principios y misión, en el modo de explicarse y de vertebrar las experiencias del prójimo con su quehacer profesional (volviéndolas profundamente cercanas), en la excelencia y calidad del estilo de trabajo, en el amor y dignidad de éste.

Querría destacar, especialmente, la gratitud que me provoca (desde distintos lugares) observar a equipos terapeúticos capaces de profundo respeto y humildad,  o reverencia mejor dicho, frente a procesos que son vividos por un otro. Un prójimo (niño, niña), un par humano, que tiene derecho no sólo a contar, sino a ser respetado en sus ritmos, sus preferencias, incluso sus silencios (esta vez, elegidos), más de una vez. Mientras, todo el tiempo, quien acompaña la reparación sostiene y nutre -en el niño, la niña, sus seres queridos- la necesaria convicción de que un quiebre temprano en la biografía, por grave y horrendo que parezca, y por adverso que sea el entorno en que ocurra, no determina un destino a permanencia.

Cada ser humano trae consigo materia prima para construir una identidad y una vida donde los talentos, la felicidad, los amores y satisfacciones sean accesibles. Que esta promesa sea interrumpida en la niñez, indudablemente dificulta y demora las cosas, pero no agota la posibilidad de que, con los apoyos adecuados y oportunos, una vida desplazada lejos de su órbita original pueda retomar su curso benévolo y creativo en algún momento.

Años de trabajo terapeútico con niños y adultos me han enseñado, una y otra vez, que un destino inenarrable puede ser escrito y reescrito las veces que sean necesarias, hasta articular una nueva historia: una biografía que ampare y enaltezca a quien la escribe y que incorpore toda experiencia, aún la más desgarradora, con valor de crecimiento y de lumbre. Para que lo vivido ayude a iluminar y hacer más nítida la mirada sobre sí, frente a cualquier espejo, y especialmente frente a los que se llevan dentro, muy dentro. Los más importantes.

Llegando al fin de este escrito, me acompaña suave y tenaz la palabra esplendor. En alguna parte leí que la habían elegido la palabra más bella de la lengua castellana, por su musicalidad y por su significado superlativo: apogeo, auge, plenitud, cúspide, fulgor. Contenidos que emergen al escucharla, aunque no seamos capaces de traducirlos, al menos no en palabras.

Me gustaría que junto a reparación, elaboración del trauma, reconstrucción vital y tantos otros términos que definen las metas de nuestro quehacer terapéutico sobre la violencia infantil, pudiera estar esplendor: como directriz de bienestar, y como la aspiración más alta de desarrollo para todo niño. Y ojalá algún día, confío esperanzadamente, como una definición –entregada por ellos mismos– sobre el pulso y color de sus vidas.

Junio de 2009.


Fotografía del título: Alone