Ovejas

Lo que una oveja puede hacer.  Blanca, gris o negra, del color que sea, pero oveja de verdad, de esas que se cuentan antes de dormir (aunque jamás me ha resultado), o se cuentan –para no perderlas- en rebaños que refulgen sobre valles verdes; lanudas, suaves. Una almohada infinita y serena contra la roca magnífica de montañas de fondo.

Yo amo a las ovejas. Tenemos un cuento favorito en esta familia con una de ellas. La oveja SELMA.

A una cabrita le preguntan qué es la felicidad y ella cuenta la historia de la oveja Selma, para quien ser feliz era levantarse temprano, comer hierba, compartir con otras ovejas, saltar, conversar con una amiga por la noche, y acurrucarse a dormir.

¿Y si tuviera más tiempo? Le preguntan a Selma. Y ella responde la misma secuencia, sencilla y sin aspavientos, de actos cotidianos de su “ovejitud”. ¿Pero y si ganara la lotería? Ahh, dice ella, entonces “me levantaría más temprano, comería hierba, compartiría más con otras ovejas (niños y niñas), saltaría y haría ejercicio, conversaría con mi amiga al anochecer, y me acurrucaría a dormir”.

Algo así. No tengo el cuento a la mano, pero es casi exacto. Un cuento breve, tan simple (zen dirían algunos, quizás), que inevitablemente te conecta al valor de los ritos cotidianos, de estar presente en la vida que uno tiene, y por encima de todo, de ver motivos de gratitud en ello.

En el día de ayer, arduo como toda esta semana que añoro dejar atrás en una suerte de dimensión desconocida o blackhole que devore el desencanto y su memoria, otra oveja se hace parte de una ceremonia a recordar en años por venir. Una oveja negrita, que no tiene nombre todavía.

Llegó de sorpresa, como al mediodía. Me llamaron de conserjería para avisarme que había pasado un querido amigo del sur y su señora, y habían dejado algo para mí. Pidieron que no me avisaran de inmediato; que sabían que había tenido días difíciles y querían que descansara. Delicadeza total.

Cuando bajé al primer piso, ahí estaba esperándome una oveja de madera, recubierta en lana oscura, preciosa y pequeña.  Era para mi hija Emilia. Subí en el ascensor y se me caían las lágrimas de ternura. Tomada entera por el gesto de esta pareja de amigos: su dulce incondicionalidad, su gratuidad, su modestia de no permitirnos siquiera darles las gracias de inmediato por su regalo tan inesperado, y tan bienvenido también.

Volví a la pequeña granja que siempre visitamos en Georgia, a la sensación familiar y segura de ese territorio-madre,  abril apenas, cuando con mi niña fuimos a conocer las nuevas camadas de ovejas y cabritas. Qué lejana esa primavera de este invierno. En tantos sentidos. Hasta ayer.

Granja invisible, heno, trébol, viento de las montañas Appalachian, pero aquí en el sur del mundo. Aquí estamos y aquí Emilia recibió su oveja con esa alegría infinita que solo un niño es capaz de sentir y no la soltó más.

Indiferente al hecho de que no fuera una oveja-triciclo, la arrastró por todo el hogar y por todo suelo (dejando su huella). La trajo cerca de la mesa a la hora de la cena para que nos acompañara (una suerte que no la subiera al mantel). Se durmió hablando de ella. Despertó hoy y preguntó por su “amiga” apenas terminó de decir buenos días y “¿mi lechita?”.

Ayer envié a esta pareja de amigos una foto de mi cría sonriendo como recién llegada al mundo, montada sobre su oveja negra (que además, me encanta como simbolismo de diferencias y rebeldías), con su pelo largo, rojo y enmarañado, igual al de Mérida, la princesa de Valiente.

La combinación de texturas de alma me gustó tanto: Emilia es traviesa, activa, resiliente. No es inmune a los bichos de Santiago, pero es capaz de sacarse los zapatos y caminar o brincar descalza sobre piedritas, espinas, correr en la nieve y los fríos del norte, pedirme salir a caminar al bosque profundo en noches sin luna. Pocas cosas la asustan o detienen, y es aguerrida, aventurera, pero también, se cuida, es suave de movimientos, precisa en observar el entorno y desplazarse. Y tal como su oveja, es blanda también de corazón, mullida en su alegría siempre bien dispuesta a cantar y bailar, o a consolar desde niños a florcitas cortadas.

Sin más que su naturaleza única, sin necesidad de arcos, flechas o espadas, tampoco caballos portentosos, entendí gracias a mi hija pequeña, que la inocencia y coraje siempre van de la mano, que es posible ser alta y fuerte al lado de una pequeña oveja, aunque haya quienes crean que estas criaturas dóciles y pacientes puedan trasquilarse o degollarse sin misericordia.

El regalo de mis amigos fue para Emilia, pero sobre todo yo se los agradezco. Y creo que también todos aquellos que más de una vez en la vida, se han sentido ovejas o han sido acusados de serlo, no en un sentido amoroso ni refelde -la “oveja negra”-, sino frágil.

Seamos humanos en recordarnos que docilidad o mansedumbre no es sinónimo de abusabilidad; y que rebaño no equivale a multitud inerme, sino a tribu que se contiene y acompaña, que a veces pasta tranquila en el valle o vive sus días sobria y agradecidamente como la oveja Selma. Y en otras ocasiones, recorre quebradas y riscos porque es preciso: para dejar atrás aquello que no merece ser parte de nuestras vidas, y mejor aún, para ir en busca de algo nuevo que sea amable y bello, tal vez diminuto y muy cotidiano, o inmenso en la gracia (tocando lo sagrado). No hace la diferencia. Eso diría Selma. 😉