Padres

“Hold on, Daddy, to the red boat. Raise the bodies from the salt sea”, The Soft Parts, Rose Polenzani

 “Young girl…violins… She holds the hand that holds her down”, Daughter, Pearl Jam

Minutos de diferencia: alguien me comparte una columna de Carla Guelfenbein, escritora chilena, “La lección de la estrella” (en honor a su padre, imperdible), el video de una campaña pro paternidad (ver) y la invitación a un taller de tragedia griega y sus vínculos con el psicoanálisis. Un solo eco.

Una balada irlandesa del siglo 18 (Ten Thousand Miles). Ceremonia. Contar años, niñas y niños. Cruzan la línea del Ecuador muchas veces. Historias de abuso sexual, resiliencia, relatos de amor, autorías de sí mism@s. No hay mayor reverencia que ésta (#tribu).

Tics heredados de la niñez: ir al diccionario que no es inalcanzable como entonces, en su repisa alta, tan pesado el libro. Tres clicks: el sitio web de la RAE con sus muchas acepciones de PADRE y ninguna, curiosamente, señala un vínculo con el amor (ver por favor). Tampoco con el horror, la posibilidad del incesto. Sí se mencionan la procreación, la patria, y hasta el sacerdocio (cuyos hombres deberían usar el nombre propio, no “Padre”, ya no).

El sacerdote Larraín inolvidable. ¿Segura de que nada más? Nueve, diez años de edad, primera confesión, primera comunión. No estoy segura. La hermana Hortensia nos enseñó los mandamientos y hubo uno que apenas entendí. Es una palabra extraña, fornicar.

“Por ejemplo, verse desnudos al espejo… todo lo que tiene que ver con la desnudez. El cuerpo no se toca, es de Dios”. Nada menciona ella sobre dispensas de los padres. Réquiem.

“¿Segura?”. Si le contara, preguntara, quizás él podría hacer algo. O no, y sería peor. Su cara de sorpresa asoma del confesionario y no he terminado la primera frase. La culpa cuelga del aire que se filtra por un vitral.

El sacerdote del barrio es un señor mayor, calvo, con grandes ojos claros. Casi llora de la risa. Yo hincada; otro tipo de lágrima. Me dice que no me preocupe, que aclararía con la “hermana” unas definiciones, y que es “imposible” que una niñita/o tenga algo que ver con ese pecado. Callo y se siente igual que mentir. Me iré al infierno, pienso. O volveré, en unas horas, unas cuadras.

El sacerdote y la señorita murieron antes de saber. Mucho antes, yo había dejado de pertenecer a su mundo. Lejos, sal de alma, redes reflotan cuerpos naufragados. ¿Qué hacer con ellos? Devolverlos al mar, supongo. Como a una cuna. Una tumba. Una plaza azul. Cuerpos que serían hoy de la misma edad. Exactos 46 años.

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Edad promedio primera violación en el incesto: 7 años, estatura aproximada: 122 cms, peso estimado: 23 kgs (datos OMS). La pequeñez de los datos. La dimensión del daño. La ceguera imperdonable ante cuerpos inocentes.

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Las décadas acortan la vista para leer, pero no para leerse. Aunque sean miles y microscópicos los puntos suspensivos escritos al fondo del cuerpo. Puntos suspensivos que hoy ya son adultos. Cuando eran niños, miraban hacia arriba, se subían a una silla, o pedían al silencio, tan inmenso, subirlos sobre su espalda. Ahora son puntos más altos y miran de frente. ¿Si él estuviera hoy, qué podríamos decir o negarnos a decir? ¿Qué preguntar o contar después de tantos años? Poco cambia. Puntos suspensivos al infinito. Lo inexpiable.

Recuerdo a hombres que son de esta vida, hombres buenos, genuinamente buenos, sin capas ni sombras, sin egos imposibles, sin palabras amargas o no dichas. Me quedo en ellos un momento. Tantos cuerpos, extremidades, historias. Hacer con todos una sola forma que amortigüe el eco de estos días.

Miro a mis seres queridos, sus cuerpos, descanso ahí. Me repito que existen tragedias actuales, y otras que no deberían importar a estas alturas. Entonces, lo escrito por Marco Antonio de la Parra me da permiso. El amor convertido en daga. El no-amor. El origen interrumpido; el padre que se malversa, devora a sí mismo. No es lo que debió ser. Ni sus hijas. Dejar nombres atrás. Uno y otro adiós, más seguros o valientes, otros menos.

El duelo es siempre anterior, desde el comienzo de toda historia (y en todo lo que existe): late la pérdida posible, cerca todo el tiempo, negándose a ser/rogando no ser. Desanudar todo esto. Poder amar a las hijas. Al compañero. Desanudar cada día, como hacer las camas o preparar el té. Desanudar la vida entera.

All my father’s knots I would tear with my teeth… ella (Polenzani) lo dice por nosotras: morder, romper, desatar, disolver. No es contra el padre: es a favor nuestro, nada más. De la dignidad que no perdimos (aunque lo hayamos creído por años). De la historia que sí podríamos, podemos escribir.

Propagandas en televisión, radio, los paraderos de micros, el periódico. No hay dónde ensordecer. Por más que asignemos a ciertos eventos la condición de “artificiales, consumistas, forzados”, somos human@s.

Cuando hablaban de padres, siendo niña, sentía al mío en peligro: de encoger, de llorar o correr lejos hasta llegar a un lugar del cual no sabría cómo regresar. Su padre también se había perdido en las calles. Habeas corpus imposible, el abuelo. Su hijo, mi padre (las definiciones de la RAE son inocuas, casi asépticas), siempre dijo que moriría joven. La vida no fue responsable de su muerte: él decidió partir con 46 años. Entonces no me parecía un hombre joven. Pero ahora yo tengo 46. Enmudecer.

Habeas corpus, aquí sí. Contra todo decreto suyo, quizás me habita su sangre. Y la de mi mamá. Yo habité ese cuerpo de mujer una vez (por ausente que se sintiera); y mis hijas el mío. La residencia es lo único, y es maternal. Lo demás: no existe. O eso querría.

¿Qué es el padre? ¿Dónde se pierde el límite entre el arrullo y lo demás? ¿Qué sustancia ahoga los ojos de algunos?  Hemos compartido estas preguntas, tantas mujeres. Ni siquiera por nosotras, sino por las hijas que vienen, las que cada día dejan de ser hijas a manos de sus padres.

Padres. Fascinación desde niña con los pingüinos: un punto inofensivo de observación, al menos. No sé cuántos libros sobre ellos y otros padres del reino animal he leído. También de madres. Los misterios que no puedo ni podré jamás dilucidar. Sí contemplar.

Una niña a la que conocí en EEUU (por una denuncia de maltrato físico del padre adoptivo), escindida ante una tarjeta que su madre le pide firmar. En su escuela no se hacían trabajos manuales para días del padre o la madre: eso era algo que cada niño y niña debía elegir si quería hacer y cómo; una decisión personal, no grupal ni del docente.

Había niñ@s con madres o padres fallecidos (algunos recientemente, por conflictos bélicos), o que los habían abandonado (sin saber más de ellos), o que vivían situaciones de abuso. ¿Cómo correr el riesgo de convertir una actividad en el aula, en algo tan triste para algun@s? Existen actos íntimos, de gozo y de duelo. Se nos respetan a los adultos. Respeto también para l@s niñ@s.

“Yo agradezco que me hayan adoptado, pero no me nace escribir tarjetas. No hay papá aquí”. La madre no escucha. La muchacha pide protección al estado, y luego su emancipación. Vive sola desde los 16 años, adoptó a un perro que se convirtió en su mejor compañero, terminó el colegio mientras trabajaba de recepcionista por las tardes y hoy está en la facultad de medicina (y próxima a casarse).

Desde otro corazón, una pequeña recuerda a su papá muerto (en Bosnia, un civil, no un soldado), “voy a hacer la carta y el dibujo muy pero muy grandes, en pliegos de cartulina, así alcanza a verlos desde el cielo ¿Sabrá que estamos aquí [EEUU] ahora?”. Pinta un mural bellísimo.

Hay historias intraducibles, o sí lo son pero a riesgo de robarles la vida (la posibilidad de su muerte y descanso, también). Una vieja poeta norteamericana recitaba Do we use all our fears? No robar; no dilapidar. Dar uso a las cosas, a los recursos, lo que nos rodea y lo que somos. También a nuestros miedos. ¿Cuáles usar, para iluminar qué, a quiénes?

Los pies líquidos, las manos. En esos años, no escribíamos tarjetas del día del padre pero sí de cumpleaños. Elegía atentamente las palabras, y dibujaba. No era importante. Los escritos del colegio sí: él los leía, comentaba, señalaba nombres de autores que luego yo buscaba en la biblioteca, para poder conversar. Algunas veces (a pesar del saqueo), en color blanco. No blanco de paz ni de pureza; nadie hacía esas asociaciones. Blanco como hojas de cuaderno, solamente.

Encontré sus cuadernos y escritos finales el día del entierro, al cerrar la habitación que arrendaba. Todo debía quedar en manos de la mujer que lo acompañó durante ese tiempo: ahí amor hubo. Antes de hacer entrega, leí sus notas varias veces, tratando de memorizarlas. Por desgarradoras que fueran sus confesiones, la pluma era admirable. Todo lo que él no pudo calibrar de su existencia, era equilibrio en las letras y guardé esa voz como señal de una posibilidad que, aun desplazada, reflejaba una intención vital. O una plegaria: templar el mal. No fue posible. Como muchos iguales a él: padres que hicieron sufrir a sus hijas, a las hermanas que esas hijas no pudieron rescatar, a las hijas de otros padres. Ni templanza ni justicia.

Una mujer amiga, sobreviviente de ASI, acaba de convertirse en mamá. No sabe si permitirá a su padre ver a la pequeña alguna vez. Mis hijas llegaron después; éramos solo nosotras, una genealogía breve, no más preguntas.

Emilia  pinta, pega, y ayuda a esconder sorpresas: “¿cuántos días faltan?”. Sabe que tiene una mamá, pero no la concibe como hija de nadie. Ella sí: plenamente hija. Por esos insiste en su alegre ansiedad. Pocos, le respondo. Jamás mencioné el día; tampoco mi marido. La ciudad, su comercio, los publicistas, se han hecho cargo de que un domingo exista, cada año. Este domingo.

Conozco a mujeres, jóvenes y niñas pequeñas para quienes el llamado “día del padre” es una bandera a medio izar, o raída y doblada en cuatro. En realidad, el “día” da igual: es la palabra. Siempre las palabras, su resonancia en nuestros cuerpos  (los cuerpos dolían; y a veces todavía duelen). Padre, papá, papito (¿se puede?). De tanto rasmillarse, ciertas palabras ya no sangran, sólo se vuelven jirones, cueritos, partículas casi invisibles al ojo humano.

Padre, hija. Las palabras que podríamos imaginar ateridas, abrigándose con minúsculos atuendos que, no obstante, siempre parecerán varias tallas más grandes, con las mangas largas, la basta eterna. Tul, lino o batista, lana suave o gruesa, mortajas: no por los padres que no fueron, sino por las hijas, por ellas sí, por los miles de apegos que para sobrevivir en el incesto -y como las estrellas de mar de las cuales escribía Carla Guelfenbein- se desmembraron a sí mismos, al vínculo con su amenaza mayor.

El amor que no pudo ser. Quedan sus lápidas blancas como cuadernos. La historia filial jamás escrita o por siempre incompleta.

Hay tumbas que no debería ser necesario visitar, pero se hace inevitable a veces (las niñas hijas, esos cuerpos del adiós que la memoria insiste en arrullar). Ahí han quedado lámparas, mapas, ángeles y gárgolas, objetos útiles, todos sirven, los usamos todos. Los dejaron ahí nuestras personas amadas, o nosotras mismas, para cuidar, cuidarnos. Recordarnos dónde pertenecemos. Cómo nos dimos a luz (y cuántas veces).

Pienso nuevamente en los hombres buenos a quienes muchas mujeres debemos restituciones que ellos no imaginan. Hijos, parejas, profesores, hermanos y primos, algunos abuelos o tíos, amigos de la vida, activistas por la niñez, uno los ha conocido y los conoce. Hombres de distintas edades y bondades semejantes que reescriben la historia. Hacia el pasado y hacia el futuro: reparan, transforman, alumbran, aman. Cambian así el diccionario. Y casi todos los ecos.


Fotografía del título: Father and son reading stories