A dos años de Belen

Ironías desoladoras, fue justo un mes de julio, hace exactos dos años, cuando conocimos la historia de una niña llamada “Belén”. Ha sido inevitable recordarla -a ella y a muchas otras niñas- a propósito del decepcionante gesto de algunos parlamentarios y parlamentarias, junto al Ministro del Interior, de postergar ayer la votación para la idea de legislar -apenas la idea- sobre la despenalización de 3 causales de interrupción terapéutica del embarazo en Chile. Tres razones humanitarias: inviabilidad del feto, riesgo vital para las madres, y violación, de niñas y mujeres. Recordar que del total de víctimas de violación en nuestro país, se estima que un setenta por ciento son niñas y adolescentes menores de edad, y la mayoría de los embarazos por violación: incesto. No sé qué más podría agregar.

Sólo compartir lo que escribí para El PostCl en Julio de 2013:

octay 1

DAÑO

Julio 3, 2013. Por Vinka Jackson (textos y fotografía) para ElPost. Edición: Mónica Stipicic.

“Les pediría a todas las mamás de Chile, que abran más los ojos” – Abuela de Belén

Elimino la columna escrita para el domingo (cuántas veces no ha debido ser así por la contingencia feroz), y sin demasiada preparación, enfrento el teclado para tratar de decir algo, una vez más, y otra, y otra. Como si viviera en un loop de tiempo paralelo donde jamás parece detenerse la cercanía con el sufrimiento. Sufrimiento evitable. Sufrimiento de los niños y las niñas.

Como muchos, conocí de la historia o “el caso” de Belén vía noticias y redes   (en crónica de 24 horas hay una cobertura bastante completa que, no obstante, pudo prescindir de exponer a la niña a una entrevista). Sentimientos de duelo, por ella, por otras niñas. Por todo aquello que luego queda en el olvido, demasiadas veces, cada país sigue con lo suyo, como si nada. Pero el acto de resistencia, para mí, es la memoria cada una y todas las víctimas y sobrevivientes de abuso sexual infantil con quienes se cruza mi camino en Chile y EEUU, historias cercanas; niñas pequeñas, muchachas adolescentes, también mujeres. Hermanas de todas las edades, niños y hombres también.

Antes de conocer la historia de Belén, apenas minutos antes, leía el informe de Ciper sobre las condiciones de vida de cientos de niños y niñas en hogares de SENAME (maltrato físico, abuso sexual cometido por guardadores o entre los propios niños, medicación sin autorización, red de explotación). El fracaso del cuidado no es sólo de sus comunidades o de sus familias, de historias de decenas de generaciones entramadas en abusos y soledades. El fracaso es también del Estado, de nuestra sociedad incapaz de ver, a veces por malherida, otras, por indolente. La repetición instintiva del “hasta cuándo”. Pero ya ni la indignación se siente a la altura. Tampoco la vergüenza. Nada, en realidad.

Hay quienes oyen, resuenan, actúan, y hacen mucho. Otro número de personas omite; y están aquellos que pegan el alarido cuando la noticia golpea duro: “debemos hacer algo; justicia por los niños; maten a estos infelices; nuestro país es una desgracia”. Luego, todo sigue igual y no puedo evitar pensar cuánto mejor sería guardar la energía de esas turbas efímeras, y ponerla a disposición de una buena iniciativa por los niños: en un colegio, un barrio, en una carta que interpele a diputados o senadores, al Presidente, o en nuestra propia familia… pero algo. Hay tantas maneras -pequeñas y grandes- de demostrar que nos importa, y que no dejaremos de insistir hasta ver cambios significativos.

Regreso a Belén. Tiene once años. Es una niña. Con catorce semanas de embarazo. “De alto riesgo” dice la matrona “porque su organismo NO está preparado para un embarazo” (aunque también señale que “el feto se observa en buenas condiciones”). Once años. Un cuerpo pequeño que apenas bordea la pubertad mientras una avalancha de ancianidad le cae encima (esa forma de sumarte años y vidas, que tiene el abuso sexual). La mirada clara de niña parece desacatar, suavizar el impacto. Pero sólo parece. Quienes conocemos o trabajamos con quienes han vivido abusos sexuales prolongados, cometidos por quienes más debieron honrar el cariño y el amparo (los miembros de la familia), sabemos del camino arduo, sus esfuerzos, la memoria que jamás descansa, revuelve tiempos, fantasmas, todo lo desencaja en su agitación. ¿Y Belén? Cómo será la coexistencia con su memoria, me pregunto. No quiero responderme. No soy capaz.

Una sobreviviente de abuso sexual infantil e incesto me compartió alguna vez cómo gastó tantas noches de su adolescencia (que debieron ser dedicadas a soñar, pensar en el muchacho que le gustaba, o escuchar rock en la radio antes de dormir) insomne y atormentada con la pregunta de si habría contraído alguna enfermedad de transmisión sexual, o si todavía había riesgo de contraerla, qué haría si era así, podría alguien amarla de todos modos, o ser madre algún día. Eran años desoladores en la pandemia del SIDA.

Cuando era niña, casi 9 años, mucho antes de comprender los engranajes reproductivos, y todavía carente de nombres para entender lo que estaba viviendo, sólo sabía de esa suerte de agua espesa donde navegaba la parte masculina de la vida. La explicación de las “semillitas” ya la conocía, pero era incompleta: hablaba de la fusión de elementos, no del cómo. En el espacio en blanco, el horror de las propias elucubraciones.

Leí, por ese tiempo, la noticia sobre una niña en alguna zona rural o selvática que había dado a luz. El tono de la noticia no era condenatorio, más bien sonaba a entrega de record Guiness: “el embarazo más precoz”.  La niña tenía mi edad. Tantas preguntas y años desvelados, como muchas hermanas de experiencia a quienes conocería después: ¿y si… un embarazo? ¿Cómo se llama si es con el padre, el abuelo, el tío? ¿Son “hijos”, son medio hermanos? Prefiero la muerte. ¿A quién pedirle ayuda, se espera hasta el descubrimiento irremediable, te lanzas al metro antes o sólo los adultos pueden hacer eso?

Belén no comparte preguntas. Su abuela sí (la madre ausente, dudando de su hija y suponiendo aberrantes consentimientos y “seducciones” como se ha filtrado en la prensa). La abuela llora por su nieta. Habla, y grita, pero bajito. Por su niña y por todas las niñas: “que las mamás abran más los ojos”, pide, que todos. Dios nos perdone (y soy agnóstica, pero no viene otra frase a mi mente. Sólo esa, repetida cientos de veces). Los niños y niñas nos perdonen.

Belén sólo tiene 11 años, y su vida ocurre en un país jactancioso (de modernidad, desarrollo, civismo) donde no sólo la infancia parece a veces un descampado del infierno, sino donde su familia no puede siquiera plantearse –en consciencia- la posibilidad de un gesto de enmienda, de corrección de destino, para permitirle a esta niña conservar lo que le quede de infancia, y no victimizarla todavía más.

“De alto riesgo”. Las palabras de la matrona aluden a la dimensión del cuerpo, su biología inacabada para el afán de una gestación o alumbramiento. Yo pienso en otros “altos riesgos”: para su psiquis, su alma, el resto de su vida.

¿Qué posibilidad de restitución, cómo, de qué manera es posible cuidar y acompañar a esta niña, fuera de tiempo, sobre daños ya infligidos? La sociedad fracasó en ser garante de protección para Belén. Es sólo justo preguntarse con qué derecho (y con qué garantías) puede exigirle sostener un embarazo y enfrentar una maternidad a los once años (tortura, dicen las Naciones Unidas; violación sobre violación).

Los riesgos y daños se pierden en una letanía de taladros que ojalá fueran escuchados por el Congreso, el Presidente, no sé quién, para que en un acto inédito (no sé si posible o siquiera legal) legislaran esta misma noche sobre Protección Integral de la Infancia y e interrupción terapéutica de embarazos por violación (con la misma celeridad que ponen a feriados y franjas políticas). Que permitieran a esta niña, a tantas otras niñas violadas que no se ven, o no queremos ver, alguna opción menos inhumana; una posibilidad de cuidado, autocuidado.

En medio de todo lo forzoso que Belén ha debido vivir -y del proceso de reparación que deberá enfrentar, arduo, más allá de los apoyos con que pueda contar- al menos es debida la dignidad de que se reflexione, se evalúe una salida a todo este horror sin escapatoria.  Si fuera su hija, la mía ¿no querríamos saber que existe al menos una opción?

Mi hija mayor tuvo 11 años, lo recuerdo bien, 1999, fin de siglo, se había encantado con un documental de Woodstock, y vivía disfrazada de hippie toda la semana, haciendo bailar a sus barbies al son de Janis Joplin y Jefferson Airplane,con su voz de niña chica, sus manos y pies todavía infantiles. La más pequeña no llega esa edad. Pero como madre, por cualquiera de las dos habría optado, llevada al extremo del daño, por la inevitable alternativa de cuidado. La medida médica, ética, para una pequeña de 11 años, en la interrupción del embarazo por violación. Una ginecóloga me comentaba, semanas atrás, del aumento en la estadística de niñitas de 9 años teniendo ya su primera menstruación. Nueve años.

No logro articular todo lo que querría decir. Como a muchos debe pasarles, la pregunta ética cruza y perfora todo, y ella misma –esa pregunta- pide perdón y capitula, cuando enfrenta y mira el cuerpo vulnerado de una niña. No sólo el embarazo no viable, o el riesgo probado de vida para la niña, deben ser argumento. La violación, a la edad que sea, también lo es (y hay que haber vivido algo así, su ahogo una y cada vez, sus incontables huellas en la memoria del cuerpo, para entender), pero si en ese acantilado, no nos conmueve el ultraje de las niñas más pequeñas, nada entonces.

Una nación buena (el verso de MacNeice). Qué eco más vacío. Nuestros hijos no votan, nosotros sí y todos pudimos haber legítimamente condicionado nuestro voto -y conozco a muchos que lo hicieron, hicimos- a las propuestas serias que se presentaran por el cuidado ético de los ciudadanos niños. Repetí durante meses -como una letanía-  que era nuestro deber preguntar sobre la infancia a las y los aspirantes a Presidente de nuestra nación, antes de votar por ellos. Ganaron en las primarias recientes, para cada pacto, los únicos candidatos (un hombre y una mujer), repito: los únicos dos candidatos de seis, que NO habían presentado un programa para la niñez. Ni protección integral, defensor del niño, inclusión, ni prevención abusos, ni licencia para cuidar…ninguna de las anteriores (todas proposiciones bien justificadas y detalladas por Andrés Velasco y Claudio Orrego).

Sólo queda obligarse a confiar en que más adelante lo recuerden, pero la indiferencia original es un dato a no olvidar. No quiero olvidarlo. No tengo derecho a hacerlo. ¿Qué viene para Belén, qué apoyos serán sostenidos en el tiempo? ¿Protegerá la justicia, permitirá tiempo a esta niña para que ella pueda iniciar algún proceso de acompañamiento y reparación traumática, con la seguridad de que en un par de años o meses no se encontrará en la calle con su violador, o con éste tocando su puerta, como tantas otras víctimas y sobrevivientes?

Cuánta indefensión y terror en un país donde la justicia continúa disociada de una ética del cuidado de las víctimas. Siempre nos dicen que es todo “conforme a la ley”, en tanto esperamos que las prioridades de nuestros legisladores se dirijan a cambiar leyes que dañan o abandonan, o que no sirven para que la judicatura comprenda que la adhesión a la ley no es garantía suficiente ni evitará destrozar vidas si no se ejerce con humanidad y estándares de protección para las víctimas y sus vidas ¿Y si fueran sus hijas, de los legisladores, de los jueces? ¿Y si fueran las nuestras?

Durante la semana que termina, diversos análisis han cubierto, asimismo, diversidad de factores y temas clave en los resultados de las primarias, sacando cuentas más o menos alegres -según el sector- sobre las futuras presidenciales. Nuevamente, la infancia no aparece. Y aunque duela admitirlo, es cierto: no fue ni es determinante. Qué más necesita suceder en nuestro país para que llegue a serlo algún día, de verdad no sé. Y querría quedarme en la porfía, la bondad del futuro. Pero en este momento, con ojos de niña o de adulta, la esperanza se siente totalmente fuera de lugar.