¿Bailemos?

No es primer septiembre que nos prometemos con mi marido que el próximo sí nos encuentra preparados, sabiendo bailar cueca. Por ahora, una vez más, ensayaremos en casa, muertos de la risa (que no equivale a falta de reverencia), practicando los pocos pasos que cada uno de los dos trae a la danza, o mirando en youtube unos tutoriales bien difíciles de seguir –tanto como las instrucciones para armar escritorios y estantes- a no ser que se tenga algún entrenamiento previo o uno sea profesional en alguna cueca o todas: de salón, de campo, brava, en fin.

A pesar de nuestras limitaciones, nada nos impide bailar en privado, junto a Emilia y en el hogar, con servilletas a falta de pañuelos, delantales de cocina a falta de encajes y algún improvisado cinto masculino. Cuecas tradicionales, o de Inti Illimani y Los Jaivas, no faltan en estos días, dondequiera que nos encontremos. En público, tampoco nos abstendremos de bailar. Sobre todo porque la más pequeña del trío no conoce vergüenzas y solo sigue el instinto de su infancia desprejuiciada y su genética bailarina (digo, por su talentosa hermana). Nosotros los grandes, solo nos sumamos.

Nos hemos prometido otras cosas mi marido y yo, que tampoco hemos cumplido. Una de ellas, es aprender a bailar bien el tango que nuestros abuelos y padres dominaban a la perfección. Sin embargo,  todavía no encontramos tiempo para inscribirnos en un curso ni nos animamos a perder ceremonias que amamos y necesitamos (como la once o la comida en familia), debiendo delegar el cuidado de nuestra hija en horarios que son generalmente en día de semana, después de las 6 pm.

De todos modos, no nos privamos del placer de bailar y no hace mucho, en el Centro Cultural Armenio de Buenos Aires (conocido por sus reuniones de baile), con otro par de amigos argentinos y libres de todo sentido de ridículo, nos sumamos a un círculo magnífico de danzarines del barrio que sí llevaban tangos y milongas en cada poro de la piel. Los únicos inexpertos éramos nosotros y se notaba, pero en el pequeño universo que son dos sobre una pista de baile, mi compañero y yo nos sentíamos los tangueros más avezados del mundo, o al menos los más contentos.

Pensaba en cómo el baile siempre determina mi vida, desde la niñez que no habría podido cruzar con los pies inocentes, de no haber caminado sobre sus brasas en zapatillas de ballet, como tuve la fortuna de hacer. En tiempos difíciles, el solaz de mis espacios de danza y música fueron materia indispensable para levantar a la humana que soy: mi eje en el cuerpo, mi lugar en el hogar y mis territorios cercanos, mi rítmica en las relaciones que establezco.

Con mis hijas he bailado desde (y durante) los tiempos de embarazo. Cada día, en el baño (y si es posible en otros momentos) cinco o diez minutos de baile sola, luego de cantar en la ducha, resitúan el cuerpo en un lugar seguro y agradable que permite salir al día en mejor pie. No es por vocación artística ni de nueva era esto de andar danzando al alba: es un pulso aprendido, durante años de terapia, para recordarle a un cuerpo que lleva en su médula el registro de la hipervigilia y la fuga (un reloj insobornable para sobrevivientes de experiencias de trauma prolongado), que puede moverse de otras formas, gobernar su forma de habitar y desplazarse sobre su realidad, desobedecer el pasado y obedecer a su presente y futuro. Gesto y hábito de autocuidado, la danza.

En el baile se maceran diversos elementos: respiración, albedrío, concentración, ductilidad, coordinación, libertad, relajo, y creatividad en la obra de horas o apenas 3-4 minutos que dura una canción. Una obra que puede ser individual pero que también es de dos, o de muchos.

Siempre agradezco de mi marido el que en sus interminables meses de cortejo y paciencia galante –con el ciervo preparado para salir corriendo que era, y siempre soy un poco-, se dedicara a bailar conmigo. Frank Sinatra, Nat King Cole, Lena Horne, Etta James, Nina Simone, y también música de los 80, bailes latinos, todo.

Podía resultarnos hermoso y perfecto (y una vez nos aplaudieron del balcón del edificio de enfrente), o un desastre, pero seguíamos bailando y en esa ritualidad de después de la cena –a la que mucho después se sumaría mi Emilia- aprendí mucho sobre la confianza, la complicidad posible, la aceptación de errores, torpezas y tropiezos, la seducción y la magia, la alianza férrea en logros y derrotas, la constancia del buen humor y la risa, y de esa intimidad salvadora y deliciosa que permite sortear obstáculos y agradecer regalos sabiendo que el otro está incondicionalmente de nuestro lado: para ayudarnos con la carga de pesares domésticos o pérdidas gigantes, o para festejar suavidades, ligerezas (que por dios que se aprecian en la vida) y toda clase de recompensas, modestas y fantásticas que la vida nos pueda prodigar.

Hace pocos días me tocó acompañar a una respetada y querida joven colega -la psicóloga Evelyne Zuñiga, de Corporación Paicabí-, en la presentación del proyecto ADAGIOS, que espera conseguir fondos (y quienes lean este posteo y se sientan motivados, por favor contáctennos por este medio) para apoyar la realización de clases de ballet como complemento a la terapia de reparación de abuso sexual infantil con niñas y adolescentes (y niños ojalá, aunque en Chile todavía es más lento ese proceso de reconocimiento mixto del ballet infantil). Ya existe una experiencia piloto que esta colega admirable materializó en la quinta región, y los resultados son tan bellos como auspiciosos. Valoro la resonancia que esto ha tenido a nivel de gobierno (Sename, Ministerio de Justicia, en un gobierno por el cual no voté, pero con el que ha sido posible conversar, por ejemplo, de abuso sexual imprescriptible por primera vez, de reparación, de terapias de movimiento; conversar, al fin).

No me gustan las imprecisiones ni profecías, pero creo en los sueños y en la evidencia, y en unos años, quizás podríamos comprobar que los tiempos de reparación en ASI pueden reducirse ostensiblemente con la incorporación del ballet al proceso. De hecho, he visto de cerca cómo aun sin comenzar la psicoterapia (generalmente por condicionantes del proceso judicial en querellas por ASI), entregar a los padres la recomendación de que sus niñas y niños realicen –tan pronto como puedan hacerlo- actividades como ballet, o yoga o pilates infantil (con una base similar a los ejercicios y recursos corporales que se movilizan en el ballet) reduce de modo importante, o al menos comienza a atenuar, síntomas del abuso y del estrés post traumático vinculado a éste. Lo he observado por años, silenciada ante el milagro de tanta humana y resiliente maravilla.

Me ha costado, en años recientes, sostener mi práctica de ballet en la academia, aunque siempre ejercito en casa y las zapatillas siempre están a la mano (limitaciones de salud, las que sean, el fin del mundo, dan igual).  No olvido jamás -y necesito- esa sensación de salto entre estrellas, haz de luz sobre ríos adorados (como mi Chatahoochee). Mi paraíso personal. La memoria del cuerpo es perenne, y ésta es una memoria buena, que cuida. Me cuida.

El mismo paraíso vive en los bailes con mi marido, convirtiendo el living de siempre en una de esas azoteas maravillosas donde Fred Astaire y Ginger Rogers bailaban Cheek to Cheek en tiempos de mi abuela. Viajes en el tiempo, sortilegios posibles, canto de cuerpos y almas que encuentran su tono y ritmo soberano de expresión: todo lo hace posible la danza, y otras formas de expresión artística que ojalá fueran ritual de acceso cotidiano en cualquier vida, pero sobre todo en la de los niños.

Abundan estudios que avalan el poder e impacto positivo que tiene el arte para el desarrollo infantil, en condiciones comunes y corrientes, y especialmente en aquellas que exceden lo ordinario (estreses, conflictos, traumas). Deberían sobrar espacios comunitarios, barriales, donde los niños tengan al arte de su lado. Y mientras se multiplican, tomemos las riendas y traigamos todo arte posible a los espacios del hogar: bailemos en familia, pintemos en papel de envolver pegado sobre las murallas, disfracémonos para sentarnos al almuerzo del domingo, usemos las ollas y cucharas de palo como batería de grupo rock, cantemos mientras hacemos lo de siempre.

Hay un mensaje de bellezas posibles que a nadie debería faltarle mientras crece, mientras vive. La belleza es una tremenda maestra. Ella tan libre, no sabe de restricciones, usa la imaginación como su mejor caja de herramientas, desconociendo límites en la práctica de la reinvención y el ejercicio caleidoscópico, aunque sí posea la necesaria y sabia cota de la proporción, de la armonía que no es amiga de los excesos (porque en su sobrepoblación y estridencia de objetos o de lo que sea, nos dificulta precisar lo hermoso) que, es importante aclarar, nada tienen que ver con ese matiz caótico, anárquico, rebelde, también necesario y sabio, que está presente en la creación artística, y en esa cualidad siempre inasible (e indecible) de la gracia.

A Ghandhi le leí en alguna parte que la máxima aspiración, incluso por sobre la paz –y porque justamente ésta es parte de algo mayor-, estaba en la belleza, la gracia: nuestra evolución y redenciones no podían eludir este elemento imprescindible. Como el aire. Doy fe.


Fotografía del título: Sonata