Lo que está bien (y lo que no)

You know you’re wrong when there’s only one right/ but what is wrong when right is out of sight?–  Agnes Obel,  Avenue

If there is a feeling that something has been lost, it may be because much has not yet been used, much is still to be found and begun — Muriel Rukeyser 

Hacer leña de árboles que no han caído. Recordar el magnolio en Eves Road luego de la tormenta de hielo. ¿Quién no camina un poco quebrado? ¿Quién no ha escrito alguna historia sobre sus despojos?

Detengan la sierra. Esperemos dos o tres primaveras. Un poco de curiosidad, toda la curiosidad, entre ramas quebradas o ruinas: tesoros que prevalecen. No perder atención sobre ellos.

Mirar de lejos. Escuchar. Pasos cada vez más cercanos. El cuerpo como larga avenida; llegar por partes aquí. Preguntarme si me gusta, qué me gusta más. Y a los míos, y a los niños que conozco, y a sus padres, y a mis compañeros de clase. Qué es “lo que está bien” para ellos.

Leer los diarios en una pantalla de computador. No poder oler, tocar, y no obstante sentirse inmersa en un barrial que nada tiene de adorable, como en la infancia. No es tierra húmeda y fresca; no hay jardín posible, audacia, ni imaginación.

La voz hablada o la voz escrita como excusa y, entre líneas, la maledicencia, la condena precipitada, el sensacionalismo y otros excesos sin nombre. Jauría las noticias, piedra sobre piedra sobre piedra, la viga sin vergüenza en el ojo de algunos, o la viga desmemoriada de su propia humanidad.

Espejismo, aunque más blando, la madre, la mujer, la nación buena. La contención que añoramos y no será satisfecha, de todos modos. No es sólo nuestro país. En muchos otros, en todo el mundo, indiferencias bestiales, o esa confusión (aparente) entre lo que está bien y lo que no, lo que sostiene o destruye la vida. Nos hablan de caos, pero no es así. Hay un orden desolado y egoísta.

Números, cálculos que subordinan, intimidan, nos fuerzan a un consentimiento del que no somos conscientes la mayor parte del tiempo, en la mayor parte del mundo. Los adultos, me refiero. Los niños pequeños dicen: “aquí –en mi barrio, mi escuela, mi casa- así son las cosas, pero no quiero que sean así”. Ellos saben. Nosotros también podríamos. Sabemos, en el fondo.

En el fondo siempre sabemos. “Lo que está bien” y “lo que no está bien”, y no se trata de morales, ideologías, leyes. Es compás invisible, un grupo de células, recuerdos de millones de años. Nos hicimos humanos en la mutualidad, cuidando a las crías entre todos (no era sólo la madre). La vida importó antes de inventarle un nombre.

El deseo, la vida: qué nutre, qué daña. Al nacer, esa distinción no verbalizada pero urgente de los humanos recién llegados: ¿quién cuida?, ¿quién no?, ¿quién ampara y quién abandona? De adultos, no debería ser tan nuevo ni tan difícil, Pero nos confundimos.

Lo insulso o lo malintencionado. Lo mezquino. Y pensar que hay quienes hacen mapas y casas con las palabras, zapatillas de levantar y cunas, naves espaciales, agüita de lavanda, zootropos.

Mientras, el mundo sigue cayéndose a pedazos, inenarrable. El último informe sobre violencia contra la infancia de Unicef (2014) señala que 120 millones, MILLONES, de niñas (y otro número no precisado de niños varones), ha sido víctima de violencia sexual -abuso sexual infantil, tráfico y explotación, matrimonios forzados, violaciones y más- en el mundo, todos los continentes (ver informe completo aqui, y resumen en español). En nuestro país, superan los doscientos mil niños y niñas (7 a 8% del total de la población infantil).

No hay cómo responder a tanto horror, a los porqué de nuestros hijos: por qué la violencia, las guerras demenciales, tanta crueldad sobre cuerpos como los nuestros, por qué solamente la disparidad, la causa mayor de muerte, más poderosa que un arsenal nuclear. Poco cambia desde la primera división en castas: el destino de miles a morir más temprano y a morir más. No tendría por qué ser así. Repetirlo hasta creerlo. la aritmética bestial de las utilidades y las supremacías, el abandono.

Indignarse unas horas, consentir todas las demás, seguir viviendo en lo propio. Los límites entre víctimas y victimarios se nos desdibujan; hasta dónde podemos resistir la consciencia de habitar, nosotros mismos, esos territorios. Ser esas personas. Ser ella. Ser él.

Somos responsables todos del holocausto, decía una de sus sobrevivientes; de lo que pasa hoy también. Ganas de sollozar, escuchando su voz tan firme. Eso me pareció –firme- detenida en algunas palabras que repitió más de una vez (alma, mudanza, memoria, aprender, envejecer, agradecida). Amar la vida a la par del duelo, las propias pérdidas, las de sus prójimos, su tristeza por la humanidad. Pensé en Chile. Escuchar más.

En nuestro país, días antes de viajar, me contaron de una mujer de mi edad que acudió de urgencia al hospital: la enviaron de regreso a su casa con una receta de ibuprofeno. Murió esa noche. Su marido decidió no gritar, no querellarse; para qué si tengo que seguir trabajando, ver cómo cuido a mis hijas. A nadie le importamos. Las indemnizaciones pueden ser útiles, pero son un puro recordatorio d ela crueldad, dice. A ella no la veremos más.

Nos hicimos humanos en la mutualidad, cuidando a las crías entre todos (no era sólo la madre). La vida importó antes de inventarle un nombre.

El deseo, la vida: qué nutre, qué daña. Al nacer, esa distinción no verbalizada pero urgente de los humanos recién llegados: ¿quién cuida?, ¿quién no?, ¿quién ampara y quién abandona? De adultos, no debería ser tan nuevo ni tan difícil, Pero nos confundimos.

Otra historia de días previos fue la de un hombre que había tenido casi dos años antes un accidente en motocicleta. Su convalecencia no pudo respetarla; su Isapre desgraciada (y podría decir cosas peores) no cubría toda la licencia. Él era trabajador free-lance, debía pagar dos pensiones alimenticias además. Su pierna se agravó y las alternativas médicas fueron 6 meses de reposo y terapia de rehabilitación, o amputación. Optó por lo segundo, y antes de que cualquiera de nosotros diga o juzgue algo: pensar en él, sus hijas, la historia desconocida de décadas previas.

Las historias que ocurren a plena luz del día y no alcanzamos a ver. Las historias que podrían llevar nuestro nombre. ¿Cómo separarnos entonces?

“Lo que no está bien”, lo que orbita la atrocidad, o es ella, en plena presencia. Y a su lado, nosotros. La responsabilidad y la herida moral. Junt@s en esto. Millones de años. También en los que vengan.

Me traje esas historias conmigo y todavía no sé qué hacer con ellas.

Si aspiráramos a otra dignidad, otra satisfacción. Si nos restáramos del juego un momento, para observar. Sin decir nada, o muy poco, hasta no estar seguros (y entonces gritar, con total autoridad y templanza). De bombas en las calles a aportes reservados a reformas varias se juega la vida de la opinión en nuestro país. ¿Y si guardamos un poco de silencio, antes?

El silencio no tiene que ser desidia, ocultamiento, culpabilidad. No permitir que nos apuren: a opinar, responder, juzgar.

Cuando esperar es resistir… y no es la gran revolución quizás, pero son sostenidas insumisiones  -íntimas, luego colectivas, constantes- las que igualmente podrían convertirse en rebeliones mayores. Actuar, entonces sí, con el cuerpo, el espíritu. Se vuelva la voz un alarido, preciso, insobornable.

Desear más, mucho más. Intercambiar proposiciones, soñar, condolernos, volver a soñar, dar con lo que buscamos, poder expresarlo.

No nacemos en la muerte, sino en la vitalidad, el placer, los sentidos que buscan, el sentimiento de estar bien, aquí, en la vida, conectados con ella, con otros. Los niños y niñas saben. Luego cambian sus voces: una para los padres, para los educadores, la sociedad, para la pareja, otra para sí mismos. No es llegar y encontrar donde y con quien ser todo lo que somos. La autenticidad, nos enseñan, tiene un costo. Pero poco se menciona el más importante: la separación con nosotros, y los otros.

“Mi mamá, mi papá, dice que está feliz, pero yo creo que tiene pena, que está enojad@”, “Por qué los grandes nos mienten; por qué sonríen y en los ojos parece que quisieran llorar; por qué se tratan así; por qué nos dicen que está bien hacer algo que ellos no se atreven a hacer”. Cuántas veces el sonido de esta lumbre sobre nuestras disonancias.

Vemos a una prima de mi marido, he envejecido mucho dice ella, él le dice que no (no se ven hace décadas). Mi hija comenta que sí, “porque tienes muchas, muchas arrugas”. Yo pierdo el aire un poco y escucho “igual que mi mamá, y es tan linda, y tú me caes bien”. La verdad y el afecto sí pueden ir juntos en “lo que está bien”. ¿Dónde, entonces, aprendimos que no? Más importante todavía ¿Cómo lo desaprendemos?

Reviso testimonios y entrevistas realizadas a niños, niñas, a veteranos de guerra, a mujeres migrantes. Dobles, triples voces, y pienso en los sobrevivientes de abuso sexual, niños, niñas, hombres y mujeres, sus familias, los distintos usos y códigos, lo que sienten que pueden y no decir: a la justicia, los seres queridos, a los desconocidos, consigo. Hasta cuándo.

Escuchar.

Eros, el amor, o el nombre que queramos para recordar ese lugar donde los sentidos comienzan. Una vez, una primera vez de esa experiencia, apenas llegados al mundo. Querer permanecer.

La ética de la vulnerabilidad, del cuidado mutuo. El origen de la música. Canción de cuna, la vida que se mece dentro (sola se da vuelito) y goza. De la música de los otros aprendemos cuando niños: los cuerpos cercanos, la madre, el padre, los maestros, todos. ¿Qué sintonías estamos despertando o silenciando? ¿Qué música es la de mi país, mi mesa, mi cama, mis palabras, mi cuerpo?

Una amiga me escribe y cuenta que su marido ha decidido separarse en medio de una crisis de la edad y de su profesión (desencadenada, en lo principal, por la comparación de logros con sus coetáneos, hombres “exitosos” en el dinero). No sé qué decirle.

Me da pena y me da rabia que se pierdan intimidades cultivadas en años de haber estado ellos dos, y sus hijas, juntos. Cuánto amor, cuánta energía, millones de palabras, de caricias, de engranajes. En Georgia, existe un templo hindú del cual importaron su estructura tallada desde la India para ser ensamblada en Atlanta, sin herramientas, sólo con las manos de artesanos expertos.

Dioses y diosas engranados unos con otros como piezas de lego pero del mármol más lindo, con un dejo tan característico de azul (al menos en las ocasiones que lo he visitado; quizás en días nublados tiene otro color, habrá que explorarlo). ¿Y si lo pulverizamos nada más? Así sentí la noticia de la ruptura de mi amiga: desmemoria, aquiescencia, the end. Pero no lo dije.

Quiero encontrar el momento para hablar con ella de otros recuerdos, del placer de su llegada aquí: antes del miedo, la noción de los riesgos, las moralejas prestadas, las discrepancias. Que vuelva ese primer encuentro a sus días (a pesar del duelo), a su cuerpo, su oficio, su vínculo con sus hijas, a su propio desconcierto y su deriva. Aún será poder. Poder puro. Si ella quiere.

Yo también quiero, más que nunca por estos días.

Mientras más parece desorganizarse el mundo, mientras más se acerca el miedo a estaciones de metro, aeropuertos, entradas de las escuelas y universidades (hay amenazas que podrían ser delirio, bravuconadas, o anuncios ciertos), más determinado e insurrecto me parece el gozo de mis amores, mis dudas, la austeridad elegida o necesaria, el deseo de vivir. No ceder. Defender bienestares posibles, cuidados mutuos, no es superfluo, esotérico, o inútil. No cuando nuestros hijos están aprendiendo a volar, y cerca de ellos, no cejan las creencias sobre poseer y controlar, la aritmética bestial de las utilidades y las supremacías, el abandono.

Aquí crece mi hija, vulnerable y firme también. Y crecen sus preguntas sobre otros niños que son de su generación, los países para qué sirven, ¿se ayudan?, ¿cómo sé si prefiero ser “cantadora” o bailarina o las dos?, ¿los policías revisan la mochila para cuidarnos, por qué?, ¿todas las mamás pueden estudiar, trabajar, y estar con sus hijos… por qué la mamá de mi amiga no?

El día no descansa, pero al comienzo y en su final, hay una voz que es de solaz, y se repite: a mí me gusta, o esto se siente bien (this feels good), con distintos predicados (mi familia, mi pieza, ir a la plaza, que me cuenten cuentos, que llueva, esta canción). Lo ordinario y lo extraordinario comparten desprendidamente sus poderes, su resiliencia, y el amor, una y otra vez. La vida sabe… que siga sabiendo (y es plegaria y voluntad). Y nosotros, a su lado.


Fotografía del título: Almost beaten