Lost

Mirar a nuestros hijos dormir, no importa el día, su balance, las glorias o desencantos que sumamos en las 12 o 18 horas previas. Dar gracias. En esta misma medianoche ¿cuántos padres y madres estarán haciendo lo mismo, en el norte, en el sur?

Miro a Emilia, varias veces, hasta estar segura de que puedo apagar su lámpara sin interrumpir su sueño, sus sueños.

Leímos Pinkalicious hoy, uno de muchos cuentos de la niñita que ama el color rosado e imagina una dragona adorable del mismo color. Tan distinto, luego de su cuento, mi lectura obligada sobre heridas morales del trauma. Nostalgia de una dragona, rosa, o del color que sea.

Se suman los deberes académicos, y hago breaks de lavado de platos y aseos varios para meditar sobre una u otra idea. Vuelvo también a la habitación de mi hija. Me serena verla dormida (o recordar a su hermana mayor, veinte años ha, de la misma manera). Calma la preocupación de medianoche, el metro, saber al marido todavía en la calle, y uno calculando los minutos desde el teatro (donde aprende de comedia) a la casa.

Corre un viento que silba, susurra, canta, luego habla fuerte. ¿En qué estás pensando, en quién, cuál universo?

Unos vecinos escuchan rap en volumen alto, y es extraño durante días laborales. No sé si me gusta mucho este lugar, este barrio. Pero aunque no me guste, es ahora mi lugar, el claro de tierra donde me pierdo, lejos. Sin brújula, mapa, miguitas o postales que señalen rutas de regreso.

Stay put: be lost”, me repito en una lengua que no es la mía, pero es. Lo ha sido por décadas (desde niña, desde las tragedias griegas leídas en inglés, como si así pudieran ser algo menos trágicas) y vuelve a serlo con más fuerza en estos días.

Quizás cada uno, cada una tiene una lengua aparte, o un idioma propio (como de niños, pero ahora grandes), nuestros códigos para traducir internamente lo que no podríamos verbalizar (inmensa la maravilla, el dolor).

Be lost, en el borde del misterio. Saber lo que sé, y saber lo que no sé, and be fine with it. Por una vez no tener el plan completo (sus versiones alternativas, de la A a la Z). Que las respuestas vengan cuando deban venir… como el viento de esta noche y la lluvia que sigue, la misma de millones de años, haciendo todo crecer. Como la lluvia sobre la tierra, así el amor (y oigo la voz de Carol Gilligan, multiplicada).

Arremolinado, suave, abundante algunas estaciones, barrial por doquier, inundación, luego sequías, confianza en que ya lloverá otra vez, agua fresca, qué leal esa imagen: jarras para flores silvestres, baldes acunando goteras. El amor.

El mundo cambia y junto a él, nuestros desasosiegos y abandonos, la vigilia sobre nuestro placer, nuestro deseo, todo eso que expresan nuestros pedidos, silencios, motines. Lo que cuestionan, también, haciendo temblar el orden de las cosas, la forma incomprensible en que nos hemos organizado los seres humanos. Formas poco compatibles con la vida (su cuidado, su digna continuidad), con gentilezas entre unos y otros. No cejar.

Querer vivir mejor… o no querer vivir más de una cierta forma: acceder a salud, a aprendizajes, a maneras dignas de proveernos de lo que necesitamos, sin dejar a millones de millones fuera.

Amores, buenas causas y revueltas: casi todo lo que hacemos (o dejamos de hacer), podría dar cuenta de uno de esos motivos -ansiar vivir, mejorar la vida, negarse a vivirla de formas que nos menguan. Motivos nobles (por vitales), aunque su manera de expresarse no siempre lo sea. No, cuando desborda y es violenta la voz.

Por qué no escuchar antes; por qué no recordar antes de la furia, la partición; mucho antes de la ajenidad de “otro, otros, ustedes, nosotros”. Ese grito en desiertos antiguos, continentes nuevos. Ese grito. Que pudo ser una voz desde el cuidado. Antes. Mucho antes.

Yearning, longing. “Añoranza” no me alcanza como palabra: en realidad, es algo mucho más visceral, muchísimo más profundo y antiguo. ¿La especie?, ¿la humanidad? Maybe. It’s bigger than me, much bigger.

Los períodos de cambio, incluso los mejores y más interesantes, inquietan. No me refiero a cambios mayores (aunque también), de hogar y país, y con ellos, la disolución de la identidad, su estado suspendido. Son otros cambios, más sutiles y no menos revolucionarios. A veces, una inflexión apenas perceptible en las palabras del otro, nuestras formas de expresar afecto, de moverse los cuerpos en una superficie.

No siempre sabemos bien qué, pero registramos la inquietud de nuestros hijos, nuestras parejas, las propias. A la vuelta de una cierta cantidad de años, nos volvemos más agudos en saber que sentimos algo, aunque no podamos identificar, nombrar, explicar aquello sentido.

 

Pienso en mi oficio, todos mis oficios, su vínculo de siempre con los nombres: en la psicología, en la educación, en la escritura. Todo se afirma en palabras y nombres: significar, traducir, definir, describir. ¿Cómo escribir un poema que agradezca este silencio sin nombrarlo? Nudo.

Insistir e insistir en el silencio. No el silencio que oprime, imposible, con sus secretos y pasadizos. Toda la terapia de abuso sexual infantil, todas las intervenciones de trauma necesitan de narrativas que sanen la herida de ese silencio, su tiranía sobre la voz de víctimas, familias, sociedades completas. ¿Pero y el otro silencio?

¿Ése de la tierra, de antes de los pájaros del amanecer, de dentro del cuerpo (miles de células mueren y nacen sin estridencia, cada día), del autoexamen, la escucha, la contemplación, el de tomarse la mano y caminar, el de la plegaria, el descanso, la creatividad, el silencio de no saber, o de no tener ganas de decir, no ahora al menos?

Vengo hace tiempo con la pregunta del silencio de los niños, y sobre qué les comunicamos acerca de la confianza y soberanía de sus voces, y sus silencios. En la misma terapia de abuso, es tremendo desafío el que tenemos en dibujar primero el desacato vital que sana y salva, que invita a una voz suprimida u olvidada, a hacerse presente. Luego de esa gesta, ¿cómo abrir, proponer, cómo habilitar otras dimensiones del silencio, benignas, creativas? ¿Cómo cuidar ese derecho (que lo es también) a callar?

Hay albedrío y autogobierno en el silencio, puede haberlo. Hay autocuidado y términos propios; posibilidades y unción. Hay más voces, también; otras capas o tonalidades que podrían escucharse. Y sin querer, es ese silencio justamente el que arriesga quedarse en los márgenes, muchas veces, de los procesos de reparación.

Una respuesta que merece toda dignidad y aliento, siento yo, es “no sé… no sé cómo decirlo, no sé ahora o todavía (mañana, en unos meses, o quizás cuando sea un poco más grande, sí pueda)”. O “no sé, simplemente no sé”. Qué respeto más alto es aceptar esa inocencia de un niño o una niña. De prójimos adultos también. Sin sospecha, sin hipótesis sobre represiones y procesos de negación, sobre resistencias o autosabotajes, sobre omisiones conscientes o inconscientes. Conceder. No saber es no saber.

Darle valor a no saber, a la espera que entraña; a la voluntad de saber después (o nunca), o de poder traducir algo que en el fondo es sabido y tal vez busca emerger a su tiempo (con sus palabras, metáforas, una persona especial, o frente a una forma de ser escuchados y no otra).

En la última charla en Chile, hablaba de este silencio de los niños, sin saber que sería mi propio silencio en este tiempo. Bajar el volumen, evaporarse casi. Escuchar, cuanto pueda escuchar. Con los oídos, los ojos, el cuerpo entero.

Me pidieron en una clase hacer un ejercicio con un compañero de quien apenas si había visto su nombre en una lista de asistencia. Veinte minutos de absoluto silencio, caminando en las cercanías de la universidad. En movimiento y enmudecidos, “leer” algo del otro, su vida, sus preferencias y dilemas. Yo que le tengo temor a los desconocidos, a situaciones de intimidad que no he elegido, y a calles que no conozco, me descubrí tan cómoda. Claro: sin temor, el silencio. Ahí un azul, facilidad de zambullirse, bracear, dejarse flotar. Solos. O junto a otros.

De regreso a casa, en el metro, pensar en el silencio de mi familia. ¿Cómo estamos, estás aquí, te gusta? Todavía no sé. Los tres hemos dado esa respuesta en distintos momentos de estas primeras semanas en nuevo territorio. No es Atlanta, ni es nuestro hogar en Santiago que podemos recorrer a oscuras para ir al baño en las noches. Cada uno está feliz en algo aquí, y por cierto la proporción es a mi favor, estudiando lo que quiero y con mi maestra, no quepo en mí de alegría. Aun así, se han abierto decenas de preguntas que me comprometen, y al futuro de mi hija, de mi marido, de todos. ¿Qué futuro nos gusta más, a cada uno, y cuál podemos levantar los tres? ¿Dónde estará Diamela en este mapa?

Lost. No temer perderse, pero sí confundirse. A eso sí le tengo miedo. Perdida, una puede encontrar de alguna forma el camino, el de vuelta u otro nuevo. Aun en un infierno, se caminan las brasas y se puede salir. Confundida es otra cosa. Es más que no saber; es la parálisis, el corto circuito entre lo que sé y lo que no. ¿Qué compás puede encontrarse ahí?

Como los niños perdidos, miro en todas direcciones y no me muevo demasiado. Dicen los guardaparques que los más fáciles de encontrar son los niños: su instinto, al parecer, los ayudaría a quedarse cerca del lugar donde se pierden, y ahí, buscar refugio y esperar. No tratan de adivinar ni dárselas de exploradores guiándose por estrellas o intensidades de sol; no sabrían cómo, especialmente los más pequeños. Saben que necesitan ayuda; que solos no se puede.

Como niña, me pierdo: en esta ciudad, con los míos. Los míos. Hemos tenido fiebre, desvíos, arraigos y desarraigos, mortajas, cálices, páginas blancas y páginas escritas por lado y lado. Como todas las familias. Los piececitos nunca han sido tan azules: el frío es fuego las más de las veces. Nuestro fuego. Descalzos y con rayas de colores tatuadas en los pies, cruzamos.

Lost in translation. Qué sabemos, y qué no. Mi marido re evalúa sus años, en silencio (y quién soy yo para hacer nada más que observar, o escuchar por estos días), cuánto no sabe mi niña de sí misma (y tampoco yo sobre ella, si la estoy conociendo desde hace seis años solamente), cuáles palabras que no hemos aprendido todavía, cuentan nuestra historia. De la mía, sólo yo hago registro.

Gracias a la memoria que es distinta, aquí. Recordar menos, no conocer casi a nadie; que nadie me conozca. Todo fósil puede ser ámbar (no osamentas ni tumbas); todas las superficies llevan musgo dorado y todos los bichitos prehistóricos si quiero, serán luciérnagas (siempre ellas).

Los años que vienen, ¿vienen? Por ahora dos estaciones y no más. Dos horas. Las que en avión me separan de mi casa en territorio Cherokee (o catorce, en auto o bus). Antes fue el Chatahoochee, hoy es el Cosawattee. Mi río, todas las preguntas que quizás me pidan responder entre el otoño y el invierno de este hemisferio. ¿Podré?

Comunicarse con Chile, sentir el corazón alegrarse, saltar la cuerda, recreo delicioso, pausa. El viento se detiene, la lluvia espera, pero es todo un espejismo. Eso sí puedo saberlo.

Ahora. Aquí. Repetir esas dos coordenadas. Ahora. Aquí. No pedirnos más, o sí, pero sin dejar de consagrar lo que tenemos en frente.

La cocina es aquí, las cestas de ropa por lavar; aquí, las cuentas, prudencias y las limitaciones, y también aquí, las ofrendas que se agradecen cada día. Dibujos de la más pequeña pegados por doquier, y entre los dos más grandes: paciencias, la mutualidad del cuidado aunque se haga difícil a veces,  Þeir ganga saman á hálum ísi, en falla eigi, lengua vikinga antigua, caminamos sobre hielo quebradizo sin caer (la definición que más sentido me hace de ser pareja y amarse en estos tiempos).

Lost, viene de ahí también (en Norse antiguo, los): romper formación, disolver un ejército, pérdida, ser libre (y otro hilo: libre, free en inglés, y leí por ahí, Freyia la diosa del origen y la unión de las almas, de la era vikinga). Serían terribles los vikingos, pero su lengua se agradece. Me gusta. Algún día, querría recorrer su mundo con mi amiga princesa de los hielos.

El timbre, luego la llave, y es uno de los míos. Conozco esa piel, su textura exacta de cabeza a pies, su temperatura en cada pliegue. No son peregrinaciones menores; no para mí, aunque en estos días pase más tiempo con mis dedos en los libros, e imagino esos vapores mágicos de CSI revelando cada huella, unas más intensas que otras, pero todas con el mismo entusiasmo de la primera acuarela prescolar.

Falling Slowly (de Once, Glen Hensard y Marketa Irglova) … Raise your hopeful voice, you have a choice, You’ve made it now … No distraerse.

Conjurar la distracción, pedirle que me mire a los ojos, una vez más, y cierre los suyos. Escuchar sus palabras, su voz esperanzada. Luego aceptar su adiós: no para prevenir el caos, sino para dejarlo ser si es su hora.

No alterar el curso, dejar ser a desprolijidades e improvisaciones del destino; dejar ser a lo desconocido (también puede ser un tipo de brújula, una alegría, o un honor, como para los exploradores). 10, 000 miles

Musas y duendes (o jirafas y lobos) son maravillosos pero bien pueden torcer el curso de un tiempo, llenarlo de hiedras y margaritas, y no es que tema a las ruinas si todo va en esa dirección al fin y al cabo, pero no quiero saltarme pasos.

Antes, quiero reunir la piedra y la madera, construir las ventanas y las puertas, el hogar y su jardín, todas las veces que haga falta. Sin prisa, los años. Sin prisa, también, el óxido, el patchwork de las arañas, las liturgias finales (sepamos o no). Y nuestros fantasmas, tan cándidos.

Decir adiós, por un día, meses, o años. Perderse. Qué distancia requiere mi amor (por mí, por los míos), qué descanso, cuáles construcciones en el norte y en el sur, o sólo en uno de esos puntos cardinales. No quiero ir más lejos. No soy de estes ni oestes, tampoco de cruzar grandes océanos.

Claro de tierra y ramas, nada se deslice en este extravío. Aprender a perderse, perfeccionarse en ello, disfrutar, y hasta pedir un momento más. Al menos hasta mañana, o hasta el próximo verano (en algun lugar del mundo), que nadie me encuentre. No todavía.


Fotografía del título: Lost