Queridas hijas (11 de septiembre)

We need to look, and look truthfully, at love as the key not only to our happiness, but to our sense of justice.

David Richards, Abogado. (Gracias Archivo ElPost.cl, 2013)

11 Septiembre 2013

No son las cinco de la madrugada y trato de terminar una carta en la que llevo días. Quería estar preparada, no como hace veinte años atrás.

Mi hija mayor tenía cinco años entonces, la misma edad que hoy tiene su hermana. O que yo tenía al 11 de septiembre de 1973 (está todo en “Agua Fresca en los Espejos”).

Puedo recordar muchas cosas de cuarenta años, pero hoy sólo regresa el fantasma de un viejo departamento en Providencia a comienzos de los noventa. El eco apremiante de una voz chiquita y dos preguntas de Diamela: ¿por qué pide perdón ese señor, mamá?, ¿Qué son los desaparecidos?

Tantas preguntas que los padres no nos sentimos preparados para responder. Hoy me siento igual de desprovista ante mi hija menor y acaso mis motivos para casi no ver televisión las últimas semanas (apenas fragmentos de programas, minutos, aunque conservé algunos links para el futuro) han sido una barricada inconsciente ante la posibilidad de tener que repetir un diálogo que ojalá ningún papá ni mamá tuviera que sostener con hijos de cinco años. Y de ninguna edad.

Vuelvo al presente. Emilia quiere ir al colegio. Hubo papás que decidieron no salir hoy, y yo misma tal vez habría optado por lo mismo si no es porque este invierno ha sido duro y las inasistencias, muchas. En el trayecto, las radios se vuelven demasiado. Mientras en algunas se comenta la presencia infame de un torturador en televisión (no lo vi), en otras estaciones reflexionan sobre este día, el pasado, la memoria.

Aquí  vamos cantando, sin intención irreverente, tampoco negadora: sólo leal a mi hija que despertó feliz (hoy le regalarían una pequeña araucaria), con ganas de jugar y de contar a sus amigas que ayer le tomaron una “foto” -radiografía- de sus huesos y “pulgones” (pulmones). Un día de niños. Su presente, al que tienen derecho.

La semana pasada, Emilia preguntó por unas imágenes en blanco y negro mientras mi marido veía un documental del 11 de Septiembre en televisión. Enmudecí. La abracé y la llevé de vuelta a su cama. Menos mal, no insistió.

Con su hermana fue distinto, a su misma edad.

Diamela nació en los meses previos al plebiscito de 1988 que puso fecha de término a la dictadura, aunque no al miedo que nos había acompañado hasta ahí como generación. Yo soñaba otra historia para mi hija, para todos los niños que vinieran, por eso cuidaba las palabras, y le pedí a toda mi familia lo mismo: nada de términos peyorativos para referirse a nadie, de ninguna vereda; menos transmitir odios, enconos, o el terror que todavía nos acompañaba. Yo me había propuesto no hablar mucho del pasado reciente delante suyo -habría espacios de adultos para esos diálogos-, tan chiquita era. Por eso me tragué también las lágrimas, aunque ella sólo tuviera un año y meses, cuando nos avisaron del asesinato de Jecar Neghme, un hombre con quien disentíamos en mucho (muchísimo), pero con quien compartíamos amores por nuestros hijos, la familia, canciones favoritas de los Beatles, poetas preferidos, el afecto. No hablaba de mis duelos con mi niña (no correspondía), ni de mi trabajo siquiera.

Nunca supo ni escuchó Diamela, sino hasta muy grande, que por aquella época su mamá trabajaba -como estudiante de psicología y aprendiz- en una unidad de atención a víctimas de tortura y sus familias. Entre mis funciones, además del acompañamiento de terapias (tras el vidrio), estaba la digitalización de archivos de casos de DDHH, testimonios que me dejaban en escombros cada tarde, hasta llegar a buscar a mi niña al jardín y abrazarla como si fuera el primer o último día de una vida. Una vida llena de vida.

Fue años después, durante su primer año de colegio, que llegó silenciosamente una noche a mi dormitorio, y desde la puerta vio –sin notarlo yo- el noticiero donde un alto militar argentino pedía perdón públicamente a su nación por violaciones a los DDHH ocurridas durante la dictadura. En esta sola frase había más palabras de las que podía explicar a una niña: violaciones, derechos humanos, dictadura. La más difícil: “desaparecidos”. ¿Por qué pide perdón ese señor, mamá? ¿Qué son los desaparecidos?

Honestamente habría querido salir corriendo. Pero hice lo mejor que pude sin hablar de Chile todavía, sólo de Argentina. La inocencia de mi niña. Sus ojos que no olvido, como flores de cristal. El calibre templado de cada frase y tono. No dejar traslucir espanto; ni distancia. Ser humanos no nos permite elección –aunque creamos tenerla- frente a la historia de nuestra especie. Miles de años. O apenas un puñado.

De la historia reciente, en mi propio país, no sabía qué contarle a Diamela. Me resistía a heredarle la grieta a sus cinco años, y menos quería arriesgar a mi niña al miedo o el resentimiento en la división -inevitable para un niño- entre “buenos” y “malos”, “los otros” (ellos) y “nosotros”. En su solidaridad, tampoco quería que se dibujara un punto de fuga donde ante la magnitud de las heridas más cruentas, hacia el futuro, mi hija perdiera de vista el sufrimiento o la violencia y las crueldades a las que puede llegar la humanidad, incluso destruyendo a niños y niñas.

Me valgo de otro relato: sobre un grupo de adultos que después de una guerra enorme, la más grande y devastadora (2da guerra mundial)  se reunieron para hablar de paz y de respeto, y para jurar que cuidarían mejor a las generaciones que siguieran. Los derechos humanos universales. Los derechos del niño. Dos pilares éticos.

Diamela conocía los derechos del niño gracias a un afiche de Mafalda y su versión resumida de la Convención, colgado en su dormitorio: una lista sobria y tremenda para recordarle a mi hija que podía y debía esperar, de todos los grandes, la más alta protección. La “mamá” de esa “lista”, era la declaración universal de DDHH.

Fuimos más atrás: hasta tiempos de las cavernas, primeras letras y ciudades, templos y dioses, milenios de convivencias y luchas, fragilidades y transformaciones en nuestra especie, fracasos también, tanta violencia. La crueldad contrapesada con toneladas de buenas obras, creaciones artísticas, capacidades de amor, pero ineludible esa posibilidad (del daño) ante los ojos de mi niña (su mirada que no cambia, aunque ya sea una joven mujer de veinticinco años).

El trayecto es breve, el día es hoy tan gris. Los años no cambian de color.

Emilia corea “Paradise” de Coldplay, mientras recuerdo a su hermana: “Es bueno pedir perdón si uno hace algo malo, pero no veo cómo nadie pueda perdonar a este señor … ¿por qué no está preso?” (y a sus cinco años, ese sentido de justicia adelantaba vocaciones).

La canción cambia (sólo por fuera, porque la memoria, en voz baja, tararea a Elicura). El eco de veinte años atrás no capitula: “Yo al menos, si les ‘hicieron’ algo así a mi familia, no me vengaría, pero no los perdonaría nunca-jamás…y menos si no dicen la verdad”.  Anoté en mi diario de vida de aquellos años sus palabras, toda la experiencia. Tan mínima me sentí como mamá, tan confundida. Y responsable.

Volver a altares, o pilares propios, tan necesarios. Sólo anoche, no recuerdo en qué canal, vi a la Sra. Ana González de Recabarren de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Con la misma templanza de mi adolescencia –cuando me explicó, sin odio y sin saber yo quién era ella, la historia patria que mi familia temía contarme- compartió ayer cuánto había soñado ganar la lotería alguna vez, sólo para ofrecerla a los captores de su familia (su marido, sus dos hijos, su nuera embarazada, detenidos desaparecidos) a cambio de alguna información sobre su destino.

Miré a mi marido de reojo, los dos conteniendo el llanto, y me levanté para ver a Emilia dormir, angélica, recobrar mi cable a tierra en medio de recuerdos de la Sra. Ana de mis quince años, compañeros de universidad, el equipo de terapia en el DITT (Denuncia, Investigación y Tratamiento del Torturado y su grupo familiar) de Codepu, todo lo que aprendí ahí -con psiquiatras valientes y sabios como Paz Rojas, Hector Faundez, Jacobo Riffo- y no solamente sobre psicología del trauma, sino sobre el valor de la memoria y sus actos de amor y digna resistencia: conservar un puesto por siempre listo en la mesa; enviar cartas con dibujos los niños a sus papás o mamás que no regresaron; escribir un nombre cientos de veces, en servilletas, boletos, cuadernos, bordes de revistas, hasta dejarlo grabado en cielo; batallar contra el tiempo que desvanece olores -la ropa limpia o la que quedó sin lavar- de blusas, camisas o chalecos entrañables. Sollozar sin tregua porque el quillay o la naftalina no fueran suficientes.

El frío.

Tanto frío.

Un frío imposible, de no poder abrazar, de pies que en la cama tocan puro vacío antes de dormir, y no (ya nunca más) los pies más queridos del mundo. La ternura ahogada, el deseo (y la culpa de desear, el conflicto de la vida con el duelo siempre incompleto), cada célula (cada una) en desvelo. Yo no conozco ese frío, esa ausencia. No sé cómo puede ser ese dolor. La condolencia se siente precaria, pero es sincera. Y jura. Nunca más. Nadie.

Otro 11 de Septiembre nos tocó de cerca, en EEUU, el 2001. Uno de mis familiares salió -camino a una reunión- diez minutos antes del ataque y derrumbe de la primera de dos torres gemelas que tampoco podríamos olvidar jamás. Muchos de sus colegas trabajaban a esa hora. Sus familias no pudieron despedirse. Ni darles sepultura (no hubo una ceniza siquiera a la que decir te amo, o adiós). En los días que siguieron, colegas y amigas queridas que habían migrado desde países como Irán o Irak, décadas antes, se habían vuelto sospechosas para sus propios vecinos, y hasta para sus hijos que renegaban de sus raíces al fragor del miedo. “Sácate ese pañuelo mamá, no queremos tener que ver con ‘eso’ “… “eso” que eran sus países, sus ancestros e historia, sus credos, todo en tela de juicio. Fue un tiempo de congojas indecibles, de pavor y rotura de lazos en tanto se cancelaban derechos y avalaba la delación entre prójimos en barrios, escuelas, cafés, gimnasios (un sticker por la paz en el auto era motivo para que otros conductores en plena carretera, anotaran patentes y denunciaran a alguien al FBI).

Alguien me había dicho en la juventud que el número 1 era mágico, pero cómo creerlo: ya iban dos veces, dos septiembres, dos once sin cielo claro, sin haces boreales. Sólo la tragedia se propaga. Y la añoranza herida de muerte.

Septiembre 11. No sé cómo se libera un día así; cómo deja de ser rehén y vuelve al engarce de los demás días con sus estaciones, ritos, responsabilidades cotidianas, gratitudes. Poco a poco, quizás (y si es que alguna vez). Con gestos tenues, cuidando de no asustar a la criatura que se ha habituado a la oscuridad y convalece; una cucharada de lumbre a la vez, o una mano, para que nos huela y reconozca, nos deje acercarnos, encontrarnos. Para escuchar otras voces desde otro corazón. La injusticia no necesita escribir su historia desde el odio; la justicia, menos aún.

Law like love, en qué minuto se separó todo. Me cuesta pensar en un poder mayor y más resistente contra la injusticia que el amor (es cosa de ver cómo respondemos si dañan a quienes amamos: nuestros hijos, un hombre o una mujer, el prójimo, una tierra, una montaña, una nación, seres de floras y faunas ya quebradizas). Me cuesta pensar en otro poder mejor dispuesto para imaginar y proponer, para escribir otra historia. Law, say the gardeners, is the sun…(W.Auden, Law like Love), ¿y para nosotros?

Atardece, indeciso el día entre una tristeza profunda y las ganas de volar muy lejos. No hablaré con Emilia todavía, pero llegará la ocasión, e iremos paso a paso, con reverencia por su edad, su vida, su derecho de cachorra a crecer y a pensar y sentir en cuerpo y tiempos propios. Tal vez habré logrado terminar mi carta para ella, o repetiré la frase del comienzo (queridas hijas, querida pequeña hija) como un sortilegio protector hasta que sea nuestro momento.

Tal vez muchos otros papás y mamás se preparan también para compartir esa historia que es justo que los más pequeños y jóvenes conozcan. Justo e imprescindible. Por eso no deberíamos hacerlos solos. Necesitamos que sean muchas voces –familias, escuelas, la nación entera- acompañando.

Confío en que seremos, algún día, todas esas voces, sin faltar una. Para hacernos responsables, juntos, de nuestro pasado y de nuestro presente. Tal vez, poder constelar al fin, alrededor de los hijos de todos (TODOS), un círculo de nombres y lámparas que ayude, que los guíe. Que convierta nuestra memoria en acto de cuidado mutuo, y para nuestros niños, de autocuidado hacia el futuro.


Fotografía del título: A letter for you