Vinka
Posts by Vinka Jackson :
Los gritos hieren
Me habría gustado que el título del libro fuera “adultos gritones”, sin concentrar todo (para variar) en las madres. Pero dejando de lado el título -“Madre chillona” en español, “Schreimutter” versión original en alemán-, este libro es un excelente recurso educativo y nos invita a revisar qué significa que los “grandes” gritemos a los más chicos, y no me refiero a hogares que funcionan “a la italiana”, sino al grito que es agresión, exasperación, o una modalidad de discusión entre adultos que tampoco deja indemnes a los niños y adolescentes que son testigos de estas dinámicas violentas.
Este libro ayuda mucho a entender la experiencia, desde la perspectiva de los niños. El protagonista -hijito pingüino- lo establece en las primeras págs. “me gritó de tal forma, que salí volando en pedazos…mis alitas para un lado, mi cuerpo, mi cabeza…”. Los gritos pueden pulverizar, doler, aterrar, humillar, angustiar. Agitan el corazón y dejan un eco que no es llegar y desoír, que resuena y deja marca en todo el ser.
Pensemos en cómo recibirán un grito los niños si a veces, sin gritar pero ante una voz que tiene un tono más categórico, o bien frío, desapegado, sin siquiera usar palabras más duras, hay pequeños que dicen “no me grites, no me reten”. Es porque así lo sienten: una estridencia íntima, un rechazo que es casi un alarido. Y no es de extrañar que muchos niños pequeños, luego de que les gritan, compartan un relato que omite el grito pero expresa “me pegaron”, aunque sepamos o constatemos que no fue así, que no hubo golpe. Pero así se sintió. No es que los niños estén confundidos o fabulando: a muchos realmente les duele, y lo viven como si la agresión hubiese sido física. Y lo es, si consideramos que al fin y al cabo, todo lo experimentamos desde el cuerpo.
Los gritos, todavía demasiado frecuentes en nuestros hogares y aulas, se conciben como una forma de maltrato o abuso emocional y psicológico por sus efectos en la autoestima, seguridad y estabilidad emocional, en la conducta de niños y adolescentes –retraimiento, agresividad- y en su salud (depresión). El impacto y daño que inflige un grito es comparable y muy similar, según diversos estudios, al impacto del maltrato físico.
Por eso es preciso que el mundo adulto y como sociedad revisemos creencias como que la “disciplina verbal severa” (gritos) puede ser menos lesiva o hasta “reemplazante” de los golpes (como si se tratara de una mejora), y examinemos concienzudamente la evidencia científica, abriéndonos al autoexamen y el cambio colectivo de actitudes a este respecto. Eso significa, también, no sólo promover los buenos tratos o hablar de los efectos del maltrato infantil en cualquiera de sus formas, sino ojalá revisar qué pasa con los apoyos al cuidado, qué tipo de modelo de sociedad determina formas de relación, de trabajo, que pueden ser estresantes y abusivas, qué pasa con nuestra salud, de qué manera se acompaña o sabotea nuestro rol de padres y madres, qué actitudes son frecuentes en diversos en relación inclusive a la presencia de niños. Podemos tener la mejor voluntad, pero entre el cansancio, las preocupaciones, o el solo navegar la cotidianeidad observando reacciones de otras personas al llanto o inquietud de un niño en viajes largos en micro, buses o en aviones, o en una sala de espera, en un cine, ¿cómo termina siendo afectada nuestra capacidad de contención, de acogida, frente a nuestros hijos? Más de alguna vez podemos terminar retándolos o subiéndoles la voz, y luego sintiendo mucha pena y culpa por haber cedido a nuestro agobio.
Actualmente, la evidencia nos permite entender que no sólo son inefectivos los gritos (que muchas veces terminan convirtiéndose en un refuerzo del problema que supuestamente esperaban corregir) sino sobre todo son dañinos para el desarrollo intelectual y emocional de los niños y adolescentes.
Diversos estudios demuestran cómo los gritos activan estructuras cerebrales, específicamente el sistema límbico, que regulan las respuestas de defensa o huida ante el peligro. La activación reiterativa de estas áreas le “informa” al cerebro que su entorno no es seguro, y como resultado de lo anterior se deterioran conexiones neuronales necesarias para la regulación de funciones cognitivas superiores como la atención, planeación, toma de decisiones, pensamiento crítico. El perjuicio es emocional, intelectual, y junto a estructuras cerebrales, recordemos que dolores afectivos y el estrés agudo debilitan el sistema inmune, y hasta son capaces de dañar al corazón, literal, físicamente (ver).
Muchos de nosotros –generaciones criadas con “mano dura”- recordamos cuánto nos gritaron de niños, en todos lados, y cómo se iban nuestras manos instintivamente hacia los oídos (como si cubriéndolos, pudiésemos cubrirnos enteros) o cómo se recogía nuestro cuerpo ante la voz estridente, quizás del mismo modo en que nos ovillábamos antes de recibir una golpiza. Pasan los años y no deja de sorprenderme el poder de la voz, para gestarse y reparar, o para trizar el cielo, trizarlo todo. Lo más blando y humano, vuelto espina (no de gotita de sangre en la punta de los dedos; espina de Ruiseñor y la Rosa, esas espinas).
Aun de adultos, si simplemente evocamos qué sentimos cuando alguien nos levanta la voz y nos trata con palabras agrias (o con silencios despectivos y condenatorios), no será difícil ponernos en el lugar de los niños y querer a toda costa, con todos los medios y trabajo personal que podamos desplegar (pidiendo ayuda a otros si es preciso), evitar la herida de los gritos a nuestros hijos.
Recuerdo al papá de una compañera de colegio que era el señor con la cara más bondadosa y la actitud más serena del mundo, y cuánto me sorprendió que contara, en tiempos de la recesión de comienzos de los ochenta, plena dictadura militar además, cómo vivía asustado de perder su trabajo sin poder más encima hacer nada frente al trato abusivo de su jefe. Por las tardes, antes de dirigirse a su casa, iba con su citroneta cerca de un cerro (no recuerdo cuál), y ahí gritaba y lloraba para dejar en el viento lo que no quería por ningún motivo llevar a su hogar, donde esperaban sus tres hijas. Los tiempos van cambiando, pero como adultos sabemos lo que es vivir muchas veces sometidos a estreses o experiencias que se sienten abrumadoras, sin salida cercana. Temblamos también. Y enfrentamos nuestra sombra más de una vez.
Aunque todavía hay quienes dicen que de niños “no fueron traumatizados” con golpes ni con gritos (naturalizando peligrosamente la perpetuación de nuestras violencias), una mayoría de adultos expresa sentimientos de culpa después de gritarles a sus niños; y muchos padres y madres comparten la promesa reiterada que se hacen a sí mismos, de “nunca más” volver a hacerlo. Fuera del impacto mayor para los niños, los adultos también sufren los efectos de sus propios gritos. Al hablar de los gritos de sus padres, muchos niños no suelen juzgarlos como “unos histéricos o violentos”, pero sí se preguntan por qué gritan “si a todos nos hace mal”. ¿Qué cuida, qué no? Los más chicos no sueltan esa brújula ni en el peor temporal.
Alguien escribió (no recuerdo su nombre pero sí la emoción que dejó su reflexión) que todos podíamos considerarnos “buenas personas” sin mayor problema hasta que nos convertíamos en padres y madres y veíamos a diario nuestra falibilidad. Creo que este libro es una generosa oportunidad que se nos presenta, a cualquier edad nuestra y de nuestros hijos/as, para conversar sobre los gritos, las violencias que nos rondan, los vínculos y su vulnerabilidad ante abusos de poder, y por encima de todo, sobre la posibilidad que tenemos, cada uno y juntos, de cuestionar aquello que nos puede herir y minar, para transformarlo en cuidado.
Aquí enlace en slideshare.
Abuso infantil, cuidado ético y los medios *
“El rol del mundo adulto, cuando los niños han sufrido un trauma, es similar al de la gasa. Ésta no cura la herida, pero la protege.”- Peter Levine, Terapeuta norteamericano especialista en Trauma.
“Estoy tratando de escuchar a la piedad, su idioma. Estoy tratando de inclinarme hacia los pantanos y oír lo que se confiesa limpiamente” – Jorie Graham
En la esfera del abuso sexual infantil (ASI), han sido constantes las observaciones y recomendaciones a los medios -realizadas por profesionales que trabajamos con víctimas-, sobre el trato a las víctimas, y el cuidado con posibles evocaciones traumáticas debido a los lenguajes que se utilizan y a la forma -muchas veces abrupta, o sensacionalista- de abordar la noticia.
También hemos advertido sobre la necesidad de proveer algún suelo, de educar, para permitirnos como ciudadanos recibir ese tipo de noticias con respeto, a consciencia, no desde el terror. Por encima de todo, hemos invocado una y otra vez al cuidado de los niños y la no vulneración de sus derechos. Sin embargo, todavía vemos que falta mucho por lograr antes de poder sentirnos tranquilos con la cobertura que se realiza en nuestro país, de casos de abuso sexual infantil.
Creo firmemente que el principio fundamental de la libertad de prensa y del derecho/deber de informar, no debería ser irreconciliable con el cuidado ético de víctimas de trauma y la adhesión a marcos de derecho -nacional e internacional-que protegen a la infancia. Tampoco debería sernos ajeno el cuidado de los procesos de justicia donde se involucra a niños o víctimas de trauma.
Es preciso comprender que cubrir viajes espaciales, investigaciones financieras o elecciones políticas, no es equivalente a informar sobre experiencias humanas dolorosas. Si la entrega de noticias entra en conflicto con la protección de la integridad física, psicológica o emocional de los niños, el resguardo a su privacidad o la provisión de todos los recursos necesarios para garantizar su salud y recuperación, entonces sus derechos son directamente puestos en riesgo, cuando no vulnerados.
La libertad, cualquiera, supone responsabilidad. Y es entendida así, de modo universal, cuando constatamos que existen criterios reguladores para audiencias televisivas y de cine (según edad), y que la prensa en otros países tiene la obligación de publicar advertencias preventivas sobre la crudeza de imágenes, relatos, o la posibilidad de que estos despierten síntomas de estrés post traumático en personas que han vivido experiencias límite (entre las que se cuenta el A.S.I. y los asaltos sexuales). El argumento se sustenta en el respeto a derechos, la dignidad e integridad de ciudadanos y de las víctimas –y querríamos que fuera el argumento suficiente-, pero también en la precaución de no exponerse a demandas por daños morales o violación de privacidad.
En un país como el nuestro, donde los derechos de los niños no son exigibles -en tanto continuemos sin ley de garantías integrales- y donde no existen reglamentos explícitos (sólo recomendaciones, sugerencias) sobre el tratamiento ético de noticias y reportajes que involucren a la infancia, dependemos del buen juicio y de la disposición sensible o humanitaria que quieran desplegar los medios: esa pregunta responsable ANTES de informar, acerca de para qué y cómo hacerlo, teniendo en cuenta a quiénes se debe proteger y de qué manera debe ser presentada la información –y cuál- para honrar ese cometido de cuidado.
No es cuidado cuando media la destemplanza, la selección tendenciosa de información, el encono en la manera de contar (o titular, o publicitar) una historia. No es cuidado olvidar el respeto que expresa una noticia por todos los seres humanos involucrados en una experiencia durísima como el ASI, partiendo por niños y niñas, y pensando también en comunidades, o la sociedad en su conjunto.
Lamentablemente, el propósito de mucha información que se comparte sobre A.S.I. en nuestro país, confunde o sólo alarma -o directamente daña, atiza la turba y ahonda la herida moral de personas y comunidades. Más que llamar a poner atención o crear consciencia, lo que vemos es la incitación de un pánico efímero y sensacionalista que a poco andar se disipa, dejando a la indiferencia o al olvido su lugar acostumbrado cuando lo que necesitamos, urgentemente, es crear consciencia, educar para la prevención y el autocuidado, y compartir herramientas para apoyar a víctimas y comunidades.
Viendo o leyendo noticias muchas veces, cuesta creer que alguien se pregunte nada sobre los niños y sus seres queridos (co-víctimas), o los docentes, personal y familias que son parte de una comunidad educativa, o el barrio, y el país completo. Se informa -o vocifera, a veces- cualquier día lunes sobre “denuncia en fiscalía por posible abuso sexual en jardín infantil equis” (el momento en que se inicia la investigación), dos días después: “van tres niños abusados en ese jardín”, y en cuatro días, “nueve son los niños violados/ultrajados/en jardín investigado”. Cuando consultamos por la verificación de estos diagnósticos terribles, resulta que todavía están en proceso o no son concluyentes. ¿Qué pasa si encima son un “error”? (ver video en corte). ¿Qué sucede si se vincula el abuso de un niño o niña pequeños a un profesor, y resulta que ese abuso sí ocurrió, pero en el hogar? Los procesos de evaluación diagnóstica, y de investigación en la justicia merecen respeto, tiempo. Cuidado.
A lo anterior, se suman arengas y francas incitaciones a linchamientos públicos vía medios o redes sociales -no sólo en voz de medios de prensa, sino de activistas, y hasta de profesionales vinculados a casos, cuestión que los colegios profesionales y universidades deberían sancionar- antes de que siquiera se cuente con procesos judiciales terminados. O se realizan -así sea veladamente- llamados a la caza o exterminio de “pedófilos” sin realizar distinciones, por ejemplo, entre el ofensor que efectivamente tiene una parafilia e innumerables víctimas a su haber, de aquel que abusó como resultado de un accidente cerebral que alteró su conducta (se ha observado en ancianos, y no, no justifica nada, pero es una realidad), o de quien estableció una relación de incesto con sus hijos o nietos en la dinámica más compleja y devastadora imaginable (y donde duela o no admitirlo, existió/existe/existirá tal vez una zona nebulosa donde el afecto sigue siendo posible). Solo por mencionar algunos casos terribles donde no: NO es irrelevante la precisión, menos para quienes han -hemos- transitado la experiencia.
Si la forma de informar es irresponsable, o cruda y descarnada, o si los periodistas no están bien preparados o informados, o bien se expresan de formas amenazantes, imprecisas, crueles, enfurecidas (por más que esas emociones los adultos podamos explicárnoslas), o dividiendo el mundo entre buenos y perversos, el resultado es que se puede dañar mucho y arriesgar a quienes más se quería proteger.
Observando el comportamiento del mundo adulto o el tratamiento del abuso vía los medios, muchos niños podrían pensarlo cien veces antes de compartir su verdad, y otros que ya lo hicieron, como ha sucedido, negarán su relato para proteger a sus seres queridos, a sus familias tensionada por exigencias de procesos judiciales, o hasta al mismo abusador (a quien muchos niños dudan si quieren ver “castigado” por el afecto que todavía existe, aunque cueste comprenderlo).
Desde otro lugar, en adultos traumatizados, las crisis de angustia y pánico provocadas desde el “gatillo” de una noticia, son de la mayor seriedad. Quienes trabajamos con sobrevivientes de ASI apenas dimos abasto el año 2012, para contener tanta recaída. Daños y más daños. ¿Tendrían responsabilidad los medios o las personas destempladas a quienes dan tribuna, si una víctima de abuso intenta el suicidio y muere? Es una pregunta que me ronda hace mucho.
Lo que se requiere de todos nosotros, y a niveles críticos -lo dicen los expertos en trauma y ASI- es una voluntad de protección para las víctimas, y una actitud serena, respetuosa. Capaz de propiciar -sin nuevas heridas- el cambio de una sociedad, desde el ejercicio (en toda esfera) del cuidado ético.
Quiero expresar muy claramente que esperar de los medios una actitud cuidadosa y la pregunta sobre cómo hacerlo mejor, no cuestiona el enorme peso que tienen y su influencia en la visibilización de temas relevantes y urgentes. Hay cambios que les debemos. Eso no se olvida. En nuestro país, no fue sino hasta que los medios informaron sobre los abusos ocurridos en la Iglesia Católica, que finalmente fue posible abrir la conversación, y digo solamente “abrir” porque en muchos entornos todavía era difícil, al año 2009, 2010, siquiera mencionar el tema de ASI. Quizás, del mismo modo en que una familia resiste aceptar el horror de que el abuso ocurriera en su seno (muchos sobrevivientes son responsabilizados de una “mácula” en la historia familiar, por develar la verdad), la familia más grande que es una nación no está exenta de sus propios duelos y limitaciones.
Paso a paso, es innegable lo mucho que hemos debido aprender y crecer desde tiempos del Informe Especial y ese histórico Tolerancia Cero donde por primera vez escuchamos la voz herida y prístina de James Hamilton. Gratitud, todavía, cada vez que se promueven conversaciones constructivas, educativas, debates que ayudan a comprender, por ejemplo, por qué es imperativo que crímenes como el abuso sexual infantil, por la edad de ocurrencia del delito, y el largo tiempo que lleva comprender y elaborar lo vivido, no pueden estar sujetos a plazos de prescripción arbitrarios y ajenos a la evidencia científica y en materia legislativa (a nivel mundial, en occidente, e inclusive en Latinoamérica, considerando que en Argentina ya se legisló la imprescriptibilidad del ASI).
No obstante todo lo que podemos reconocer y valorar, siguen ocurriendo situaciones donde queda claro cuánto camino falta por recorrer. El año 2011, se publicaron los expedientes de la causa contra Karadima (ocho PDF en total), incluidos nombres, teléfonos y direcciones de los afectados. En clara falta, debieron bajar los archivos solo para borrar los datos con marcador negro e insistir en su publicación sin que nadie se detuviese a pensar en lo que esta acción implicaría para las víctimas adultas, y menos para los niños. Había menores de edad, hijos de J. Hamilton, y sus amigos o compañeros de colegio, que debieron conocer de situaciones atroces vía los expedientes. Datos que el padre, o madres en otros casos, quizás habrían querido omitir por cuidado de sus hijos, en espera de que ganaran madurez, o en espera de que concluyera el proceso judicial, o bien en espera de nada, porque hay vivencias que a veces permanecen en zonas de silencio elegidas por quienes la vivieron, y es su derecho.
Más grave inclusive que arriesgar a víctimas adultas, es arriesgar a las víctimas que son niños y niñas, exponer sus identidades o las de sus familias, y comprometer también la vida de sus comunidades educativas (donde más encima otros niños y niñas, cientos, a veces miles más, se verán afectados).
El detalle de los actos de abuso –junto a pericias ginecológicas, detalles personales, fichas de salud, imágenes, etc., que son parte de los expedientes judiciales- son exhibidos sin piedad y dejan a las víctimas sin posibilidad de elegir, algún día, qué es lo que dejarán dentro o fuera de sus zonas de examen íntimo en relación al trauma vivido. Una adolescente víctima de ASI que atendí años ha, sentía mucha angustia porque “algún día”, si quería postular a un trabajo o contraer matrimonio, sus posibles empleadores o “la suegra”, tendrían acceso a los detalles más tristes y sórdidos de su vida, por las noticias que se habían publicado durante el proceso judicial y que continuaban disponibles vía internet.
Recordemos, de hace un par de años, la cobertura de Ciper sobre el caso del Gerente del Banco Central. Los nombres completos de los padres estaban ahí (ambos dieron varias entrevistas durante el proceso, además), y el colegio de las niñas, y escalofriantes detalles sobre sus testimonios. ¿Protección de identidad; derecho a la reserva para protegerlas? Escasamente. Lo mismo ocurrió en relación a las víctimas de abuso de John O’Reilly (de la Legión de Cristo). Y perdemos la cuenta de cuántos casos de niños y niñas de Sename son abordados por los medios sin el respeto que merecen sus identidades e historias, y sin contribuir a mayores cambios en la forma de entender qué se necesita como respuesta colectiva (y como exigencia a nivel del Estado, o de líderes actualmente postulándose a la presidencia, por ejemplo), más allá del estupor mayor o menor según el momento.
Los medios de prensa argüirán su derecho y deber de informar y desde esas premisas asimismo pedirán testimonio a padres, u otras personas cercanas a los niños abusados y sus familias, o a los profesionales de apoyo que, en mi opinión, necesitan -como todos los involucrados en estas experiencias difíciles- desplegar el más alto y debido cuidado a la protección de la identidad y dignidad de las víctimas y co víctimas (las familias), de sus procesos de contención y reparación, y también de la justicia (mientras sigue su curso).
Preocupa que, en la búsqueda de información, se olvide el deber de cuidar a quien habla (el entrevistado), que puede no estar en su mejor momento para decidir hacerlo -menos cuando la demanda primordial de padres y madres no es dar entrevistas, sino acompañar la delicada intimidad de sus hijos-, y mucho más importante, cuidar a los niños víctimas. No puede ser prescindible la reflexión sobre qué nivel de detalles se está dispuesto a revelar sobre el abuso de un niño, o sobre qué mayores sufrimientos podrían infligir los mismos periodistas bienintencionados, o los padres y profesionales vinculados a un caso, cuando responden a los pedidos de la prensa (sin recordar que casi de todo, hoy en día, queda respaldo en internet, y que a futuro, los niños podrían ser los más afectados).
Así solo se hable de ellos, los niños merecen protección: las palabras pueden hacer daño, re-victimizar y ahondar en los efectos del abuso y la experiencia traumática. El derecho a la privacidad también es un derecho de los niños (aunque no puedan comprender o elegir en el presente).
Las universidades y escuelas de periodismo tienen un gran desafío pendiente en materia de formación ética respecto de la infancia y de las víctimas de trauma. Los equipos de prensa de diversos medios, también. Y las asociaciones que a nivel nacional agrupan a periodistas y comunicadores sociales. El Consejo Nacional de Televisión -y en ocasiones, desde tribunales- ha ejercido un rol como moderador y protector en algunos casos, pero carecemos como país de un estándar explícito y mandatario para cobertura periodística y tratamiento de trauma desde el cuidado ético por niños, víctimas infantiles y/o sobrevivientes adultos hombres y mujeres de abuso sexual infantil (que sufren de estrés post traumático y otras consecuencias perdurables del abuso y violencia vividos en la niñez).
Una periodista me comentó alguna vez, muy orgullosa: “Hemos impulsado con fuerza este tema, ¿has visto? Queremos honrar nuestra responsabilidad social”. Recuerdo su expresión desconcertada cuando le respondí que me daba cuenta y lo valoraba, pero que me parecía que todavía hacía falta mayor autoexamen y detenerse a evaluar esa “responsabilidad”, cada persona y como equipos de prensa, desde un estándar ético de cuidado que ayudara a decidir cómo informar, mediante cuáles voces (o vocerías), y conforme a derechos humanos y premisas de protección de la niñez (y de sus entornos). Para no arriesgar más daños (como si ya no fueran suficientes), y continuar aportando a esa nación mejor, sin abusos, que contra toda evidencia gris, no dejamos de añorar.
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* Publicado originalmente en ElPost.CL 2013 (gracias) y actualizado para este blog en 2017.
Muy recomendable: sitio web del DART Center, www.dartcenter.org con varios recursos en inglés y traducciones al español sobre responsabilidad de la prensa con las personas y el tratamiento de noticias en situaciones de trauma.
día de la madre
“En nombre de las mujeres y de la humanidad, solicito seriamente la designación un Congreso de mujeres, sin distinción de nacionalidad, que se reúna en el lugar que se estime más conveniente y con la prontitud que amerita su propósito en la promoción de una alianza de naciones diversas, la resolución amigable de asuntos internacionales, y por el interés superior y general de la paz”. Julia Ward Howe, 1870
En casi todo el mundo, en distintas fechas, se celebra el Día de la Madre. Poco se habla de su origen, ligado al activismo de mujeres que buscaban asegurar la paz, y promover el cuidado como esferas de responsabilidad colectiva. Bienes para la vida.
Todo comienza a mediados de 1800. En West Virginia, una mujer llamada Ann Jarvis organizaba clubs y “días de la madre” para trabajar por la reducción de la mortalidad infantil, la prevención de enfermedades y de la contaminación de la leche, especialmente en las comunidades que habitaban las montañas Appalachian (territorio de la Nación Cherokee). Entre 1861 y 1865, estos grupos, o “clubes” además se dedicaron al auxilio y asistencia a soldados heridos durante la guerra civil, sin jamás realizar distinciones entre norte y sur, amigos o enemigos.
Ann Jarvis fue muy activa en conminar a las mujeres de ambas “naciones” enfrentadas (desgarrando un mismo territorio), para que depusieran sus hostilidades en pos del cuidado urgente que necesitaban quienes sufrían los estragos de la guerra. Eran los hijos de todas, los maridos, los hermanos, los nietos. Una mujer del norte podía estar atendiendo al hijo de una familia confederada, mientras tal vez, otra familia en el sur, auxiliaba al marido de la primera. Cómo saberlo. Había que estar presentes, y socorrer, aliviar, acompañar, dar refugio.
“Alguien necesita cuidados, alguien cuida”, entonces como hoy (pleno 2017, cuando aún quedan cicatrices en el Sur de los EEUU), la invocación es tan cuerda, como valiente y revolucionaria cada vez que se levanta por sobre desidias, enconos y confusiones imperantes.
El rol de las mujeres durante la guerra civil –en un ejercicio de humanidad que excedía el rol de “enfermeras”-, fue determinante de un sentimiento de profundo rechazo a la violencia y de juramento de trabajo por la paz, con todos los recursos que tuvieran a la mano. Cuando la guerra terminó, Ann Jarvis comenzó a organizar “días de la madre” que consistían en encuentros (y picnics) por la amistad y la reconciliación del Norte y del Sur. En Boston, por la misma época, la poeta Julia Ward redactaba la “Proclama del Día de la Madre” convocando a las mujeres que ya habían luchado por abolir la esclavitud, a continuar trabajando por la abolición de la guerra y de toda violencia.
En la comunidad, mediante acciones colectivas, y valiéndose de apelaciones al cuidado desde lo emocional y lo político -valorando ambas expresiones-, dos mujeres forjaban un “día de la madre” lleno de sentido y propósito social para las generaciones venideras.
Julia Ward, en su proclama, invita a todos a compartir el duelo por los muertos de la Unión y la Confederación, sin distinciones, y conmina a los sobrevivientes a ser respetuosos: los maridos que regresaban “hediendo a masacre”, no debían esperar “aplausos ni caricias”, y las mujeres de ambas “naciones” debían cultivar la mutualidad de la ternura (es la palabra que usa) y el compromiso para que “nuestros hijos nos nos sean jamás arrebatados para desaprender todo lo que les hemos enseñado de misericordia y de paciencia”. La proclama es de una fuerza y belleza sobrecogedoras.
A partir de 1872 y durante 30 años, se celebró el “Día de las Madres por la paz” durante el mes de junio. Comenzando 1900, la hija de Ann Jarvis, Anna (maestra y trabajadora social) impulsaría la campaña definitiva y más tenaz por contar con al menos un día para recordar “a las madres vivas y muertas”, junto con agradecer y relevar todas las contribuciones de las mujeres: dando vida, formando hijos, sosteniendo hogares, sosteniendo al mundo. En 1914, por decreto presidencial de Woodrow Wilson, el Día de la Madre quedó finalmente establecido para cada segundo domingo del mes de mayo. Pronto siguieron a EEUU, otros países.
En algo más de un siglo, el sentido original de este día rara vez se recuerda aunque seamos miles más, millones en realidad, de madres en el mundo. Mujeres con necesidades que no han cambiado ni dejado de ser prioritarias: el cuidado, la paz y justicia social siguen siendo indispensables para una vida vivible, buena.
Comenzando este milenio, en el mundo se calculan más de 2 mil millones de mujeres madres, de todas las edades; y los nacimientos de niños son entre 4 y 5 por segundo. Lamentablemente, al menos 800 mujeres mueren diariamente -todavía en estos tiempos- dando a luz, y un millón de bebés no sobreviven al día de su nacimiento (último reporte 2013, Save the Children). Los mejores países para ser mamá -cuentan con postnatal, permisos para cuidar, educación y salud para los niños y para ellas- son los escandinavos, y los peores están en África (con las más altas tasas de mortalidad para madres e hijos).
El promedio de edad para ser madre por primera vez es de 25 años, a nivel global, y el promedio de hijos es dos. El 55% de las mujeres con hijos menores de un año trabajan; pasado el primer cumpleaños, 72% de ellas lo hacen. Una madre con un trabajo de tiempo completo suma diariamente a lo menos 13 horas entre éste y sus tareas vinculadas al cuidado de los hijos y el quehacer doméstico. Estadísticas señalan -y me costó creerlo- que al segundo año de vida de cualquier niño, su mamá habrá cambiado alrededor de siete mil pañales, y que una mayoría de niños prescolares, estando su mamá presente, requieren de su atención cada cuatro minutos promedio en cualquier día.
Cuando uno revisa datos sobre salud maternal e infantil en el mundo, oportunidades de educación y desarrollo para las mujeres y sus hijos, el apoyo social al rol materno y el cuidado, etc., es casi inevitable que el mensaje de “feliz día de la madre” cobre al menos un valor relativo, y por momentos, casi sarcástico y hasta cruel (eso, sin siquiera considerar la presión comercial del festejo, o la presión emocional, para muchos adultos, de saludar a madres que aun con toda la comprensión del mundo, más tuvieron que ver con abandonos y daños que con el cuidado).
No es de aguafiestas o tonta grave, pero me cuesta la resonancia con este día, siempre, y no desde la experiencia íntima y luminiscente con mis dos hijas, sino desde el lugar donde observo mi maternidad -y la de cualquier mujer- en la escena de lo colectivo, en el mundo, y en mi propio país. La violencia es, de partida, una sombra miserable y omnipresente, todavía en 2018, sobre nuestras vidas y las de nuestras hijas e hijos. Y aun queriendo forzarnos a omitir esa realidad en ocasiones como el “día de la madre”, sabemos que es muy difícil sentirse realmente valorada como mujeres-madres en tanto no exista el debido cuidado social a la maternidad, las familias, los niños. O mientras no podamos contribuir a nuestras vidas y las de nuestra comunidad desde distintos haceres, contando con respeto o “flexibilidad” (pero es respeto) para permitir la conciliación con el trabajo fuera del hogar. Tampoco podremos hablar de cuidado ni valoración de la maternidad en tanto no exista el derecho a asistir a nuestros hijos si enferman unos pocos días o meses y hasta años cuando se trata de enfermedades catastróficas (contando, en cualquier caso, con las necesarias licencias médicas y protección laboral), o en tanto se nos juzgue como extremistas o “frescas” si aspiramos a un postnatal mayor que 6 meses (porque con un semestre de vida ningún pequeño está en condiciones de ser delegado a guarderías o terceros) y se nos castigue en seguros de salud, condiciones de trabajo, empleabilidad, etc, etc.
Las hostilidades y puntos ciegos son innumerables, desde la condescendencia del “mamitas” (lo considero infantilizante y casi ofensivo), pasando por las desconfianzas e impedimentos para nuestro acceso al trabajo o desarrollo profesional (debido a posibles embarazos, fueros, etc), o bien enfrentando la actitud displicente de nuestras propias comunidades, y hasta de nuestras congéneres cuando hemos optado por el cuidado de nuestros hijos aun a costa de demoras o renuncias -discernidas como adultas- en relación a nuestros proyectos de vida profesional, y a muchos de nuestros sueños.
Los ejemplos de tensiones como las señaladas, en diversos períodos de nuestro ejercicio de la maternidad, son un pelo de la cola contrastados con la trama de fondo de una sociedad donde es constante la violencia contra niñas, niños, y mujeres.
La pobreza, las brechas y denegaciones de derechos a salud y educación universal para todos los hijos e hijas, los abusos sexuales, agresiones físicas, el acoso, las violaciones y femicidios: queramos o no ver estas realidades con ojos grandes, sabemos que están ahí, respirándonos más o menos cerca del cuello.
Discursos y saludos oficiales (del gobierno de turno, cualquiera haya sido hasta aquí), no compensan con un “feliz día” -ni con bonos- las faltas de apoyo continuo al rol materno. No hablo de beneficencia, sino de genuina responsabilidad social ante el imperativo de la supervivencia y del cuidado de la vida, y de quienes prodigan dicho cuidado. Necesitamos que se valore nuestro hacer con actos y políticas públicas coherentes, y que exista espacio en esa valoración, para la empatía, la comprensión, la compasión que no es solo consuelo, sino también respeto y fuente de resiliencia para el camino.
Pienso en nuestros silencios, nuestros mundos secretos, las voces interiores donde apenas nos permitimos confesar o enunciar la primera sílaba de ciertos sentimientos. Tantas mujeres caminando por la calle mientras recuerdan emocionadas las primeras palabras dichas por sus hijos, o disectan su angustia por las dificultades de sus pequeños; y sacan cuentas sobre gastos del hogar, mientras piensan en algún sueño condicionado a gastos y deudas que parecen eternas, o se preguntan con nostalgia o preocupación cuándo fue la última vez de encontrarse con sus parejas, y si podrán o querrán hacerlo pronto (un estudio antropológico del 2012 señalaba que el tiempo promedio por hijo nacido, para recobrar plena sintonía sexual en una pareja podía tomar hasta dos años luego del parto). Todos estos diálogos íntimos, y muchos otros, serán tantas veces acompañados de esa culpa que asoma inefable, contradictoria, disputando espacio al alivio y solaz de caminar, o de ir en metro, sintiendo que al menos se cuenta con una hora diaria, o dos, para sí, consigo.
El mito nos ahoga, las expectativas irreales, las exigencias desmedidas, las restricciones. No es poco ahogo el que nos asuela (a mí también, muchas más veces de las que querría admitir, y mucho más en mi segunda maternidad).
La buena madre, la madre eficiente, la madre consciente, cool, la madre ecológica, etc. Abundan versiones, consejos e instrucciones sobre cómo hacer las cosas bien (lactancia, estimulación precoz, formación de hábitos, el apego seguro, etc.) y no hay cómo asimilar tanta información, ponderarla -de quién proviene, desde qué contexto, desde qué hombres, y qué mujeres-, ELEGIR con cuál nos ayudamos, y por otro lado, ser capaces al mismo tiempo de escuchar nuestro propio cuerpo, respetar la brújula interna, los propios límites, las preferencias sobre cómo querríamos vivir nuestra maternidad, sea que podamos o no realizar esas preferencias. Al menos, deberíamos tener derecho y espacio para preguntarnos por ellas.
Cuántas veces no hemos estallado en lágrimas porque nos sentimos “la peor de todas” -“¿dónde estaba la mamá de este niño, niña?”, la pregunta infame, en toda situación, desde un chichón a un accidente o tragedia mayor-, y aun sin sentirnos las peores, sin merecer un sentimiento así, de todos modos la impotencia nos desborda cada vez que se nos juzga, también, por nuestros esfuerzos o por nuestra incondicionalidad hacia nuestros hijos, o hacia nosotras (defendiendo lo que hemos decidido responsablemente como nuestra dirección e identidad como madres). Exageradas, inadecuadas, “qué pena tu vida”, hipersensibles, banales o tontas, “lo menos feministas que hay”. ¿Cuál feminismo, si está ausente de las luchas o vindicaciones de las mujeres-madres?de una violencia para combatir otra).
Desde los más diversos frentes, pareciera que las mujeres madres estamos bastante solas; que nunca podremos hacerlo suficientemente bien. Y malamente llegaremos a sentirnos en un lugar seguro y confiado en relación a nosotras mismas si nos perdemos entre tanta confusión, tanta negación de nuestras experiencias, de nuestras formas preferidas de ser madre, nuestras posibilidades o estilos de crianza, y del imperativo de aceptar que en el recorrido con nuestros hijos, a veces nos sentiremos en la gloria, y otras, en el acantilado, sin necesidad de terceros para elevarnos, amonestarnos o reventarnos (en vez de acompañar el cuidado o de relacionarse desde ese ética).
Por cuenta propia, tal vez muchas nos reprocharemos por la dificultad en disponer mejor de nuestras vidas para verdaderamente acompañar cada ciclo de nuestros hijos (mientras otras madres ni siquiera podrán elegir nada, desde el agobio de su realidad), o por no jugar lo suficiente con ellos, o por haber permitido más televisión de la recomendable, o porque cedimos de puro agotamiento en vez de reforzar la norma o reprender, y hasta dejamos pasar más de una falta y para peor, les hicimos un mimo después, o un “regalo” (¡encima lo premias!, cuántas no hemos escuchado esa amonestación), quizás de puro amor o distracción (por olvido del mal rato), o culpa, otra vez, porque hicimos, porque no hicimos, porque más de una vez nuestros hijos nos escucharon gritar o discutir, o nos vieron llorar de fatiga, frustración, o por penas adultas que aun circunscritas a un closet o un baño mordiendo la toalla, y pese a todo nuestro esfuerzo y cosmética de urgencia, no pasarán inadvertidas.
Pero si nos equivocamos, y nuestros errores no cuentan con malla ni red ni comprensión de nuestros entornos, ojalá entonces tengamos la piedad entre nosotras, al menos, de recordarnos que no por ello somos malas madres o malas personas, y nos permitamos considerar que nuestros niños podrían aprender algo más valioso de una mamá amorosa y capaz de mirar sus conflictos, sus miedos, incluso sus fracasos (con el respeto que también merecen), que de una mujer que cancela o suspende la humanidad de sus crisis, sus ritmos corporales, sus dilemas, sus deseos, por ser “la mejor de todas”, o parecerlo. En ambos casos, la energía requerida es sobrehumana.
Tendríamos que decirnos, advertirnos unas a otras estas cosas, cuidarnos mutuamente. Hablar con honestidad a las mujeres más jóvenes que no son madres todavía, y a las más maduras que también pueden estar tomado esa decisión; y hablar con honestidad entre nosotras, pedirnos ayuda, y hasta “ternura”, sin temer al juicio de nuestras semejantes (y no podemos controlar esa variable). Y aun cuando nos juzguen, resistir cuanto podamos la tentación de restarnos de la conversación sobre lo que significa, sinceramente, el ejercicio de la maternidad para cada una. En ese silencio acorralado -por comprensible y sensato que sea frente a ciertas estridencias y vociferaciones-, a más de alguna mujer madre dejamos sola, completamente a la deriva de sus dudas o dolores. Y junto a ellas, también a sus hijos.
Una de mis mejores amigas de la vida, es una abogada norteamericana que ha dedicado su vida al apoyo de madres en diversas condiciones de vulnerabilidad extrema, de quiebre vital. En la cárcel, trabajó con madres que han asesinado a sus hijos, mujeres con las que pocos quieren hablar o escuchar sus historias, y a las que prácticamente nadie querrá recordar o compadecer como haría con otras semejantes, otras prójimas. De edades distintas, con situaciones muy precarias unas, y otras, privilegiadas, el elemento que se repetía en todos sus relatos era la soledad y carencia de soportes sociales en el cuidado de sus hijos.
Algunas mujeres eran jóvenes e inmaduras, sin competencias para cuidar y sus hijos murieron por negligencia; algunas padecían de enfermedades mentales; y algunas planearon y ejecutaron los asesinatos, en conjunto con sus propios suicidios (fallidos), o a sangre fría, las menos. Sin embargo, en todas sus experiencias, las ausencias de apoyo y de atención colectiva -que habría prevenido mucho más de una muerte para esos niños- eran una constante para estas mujeres, y ello no provee ninguna justificación para sus crímenes, pero sí obliga a una reflexión sobre cuánta soledad, cuánta profundidad tiene la fosa de un abandono del que muchas apenas vivenciamos una pequeñísima parte en comparación, y que a otras madres, y a sus hijos, los devora completamente.
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“Toda persona que se compromete en responder a las necesidades de un niño, y hace de esta tarea de responder una parte considerable de su vida, es una madre”, dijo Susan Ruddick, filósofa norteamericana que al igual que Carol Gilligan, definió la actividad del cuidado de cada nueva generación de niños como la más determinante y transformadora del curso de la humanidad. Una actividad capaz de llevarnos hacia formas más civilizadas y éticas de convivencia.
Para la paz, dice Ruddick, se necesita un “pensamiento maternal”, o una “ética del cuidado”, en palabras de Gilligan. El pensamiento maternal y el cuidado ético son proposiciones inclusivas que no distinguen entre mujeres y hombres, madres o padres, ni entre individuo y colectivo, cuando se trata de la responsabilidad de cuidar a niños y niñas, y de velar por la integridad de nuestro propio recorrido como humanos.
En cada elección y decisión del cuidado, los seres humanos estamos alimentando ciertas formas de percibir la realidad, de comportarse y de mirar al mundo, y quien cuida, no sólo influye de modo gravitante sobre el niño o niña de quien se hace responsable, sino que asimismo, vive una transformación de su propio ser, en sus ideas y valores, en las relaciones que construye (o de las cuales prescinde), justamente gracias a la relación con ese niñ@. Así, personas que anteriormente no solían pensar, por ejemplo, en el medioambiente, en las injusticias sociales o la violencia, se encontrarán reflexionando, y quizás tomando posturas y actuando al respecto de temas que resultan esenciales para el sostén de la vida y el desarrollo de sus niños.
Las proposiciones del cuidado no ignoran nuestros límites personales o sociales, nuestra falibilidad, el hecho de que siempre existirán personas mejores o peores, o más o menos competentes para proteger, criar y educar a cada nueva generación. Lo valioso de observar, es que más allá de eficiencias o deficiencias personales, tiende a ser constante la atención o preocupación adulta por el entorno en que crecen nuestros hijos niños y jóvenes.
Si hay escasez de alimentos, si la educación no es de calidad, si hay una epidemia y no se cuenta con acceso a vacunas, si existe bullying o casos de abuso en el colegio, si la contaminación del aire está alta o no, si la drogadicción es un problema presente entre los adolescentes de una comunidad, todas éstas son situaciones que más o menos de forma unánime activan la alerta de quienes desarrollan el “maternaje”, o el cuidado ético.
Desde un sentimiento maternal, decía Ruddick, los humanos reaccionamos frente a señas y riesgos de agresión sobre nuestros niños (y muchas personas que no reaccionan, no significa necesariamente que no les importa, quizás no saben cómo, no encuentran cómo).
Desde un pensamiento maternal, no podemos concebir que niños, niñas o adolescentes deban ser partícipes o víctimas de guerras, abandonos y hambrunas, y de tantas otras precariedades y trasgresiones propiciadas por la acción u omisión de nuestras sociedades, la confusión también, inconmensurable, entre lo que cuida y no, entre lo que nos conecta y desconecta como humanos (así permitimos a gente morir en un sistema de salud que decide, básicamente, quién vive y quién muere), entre lo que es violento, y no lo es.
Hemos avanzado como humanidad, y como país también, pero la disociación, todavía, entre las éticas de la justicia y el cuidado es un impedimento tanto como un desafío. Y no basta redactar proclamas y legislaciones, o defender derechos, sin respaldo social efectivo, palpable, cotidiano, en el ejercicio del maternaje, de la maternidad, de la parentalidad y del cuidado de nuestros niños (y de nosotros, para poder cuidar). El poder -o “el sistema”, o como ud quiera llamarlo- no es todavía sensible a las necesidades del cuidado. Pero nosotros sí podemos serlo.
Recordar en este día de la madre, sus raíces en el activismo y la defensa del cuidado como un bien público y una herramienta de paz, creo es como siempre, y acaso más que nunca, imprescindible. Tarjetas y flores se agradecen (como todo gesto amoroso), pero mucho más la certidumbre creciente de “estar juntos en esto”.
Víctimas, testigos y comunidad (#tecreemos)
Qué quietud debería merecer la reparación. La justicia, si su sentido pasara en verdad por reparar. Si tuviera respeto, respeto por los cuerpos y sus duelos, sus vivencias desesperadas a merced del odio de un otro, que no se olvida jamás.
“Daño”, “víctima”, no dicen mucho. Tampoco alcanzan “femicidio frustrado”, “mutilación, “agresiones graves y gravísimas”. Todas las violencias que ha debido vivir Nabila Riffo.
Lo “inenarrable” del horror debe ser contado en voz de la víctima, testigo único durante un juicio oral del cual hemos debido repetirnos constantemente qué crimen se juzga, quién es la víctima, quién el imputado (con un historial de agresiones previas, VIF, acoso y ejercicio del terror del cual también cuatro hijos han sido víctimas).
Las localizaciones son categóricas. Inocente es inocente. Culpable es culpable. Las incitaciones a la confusión nunca debieron ser. Ni el bordado escarlata, ni su aguja e hilo temblorosos que rozan una y otra vez el cuerpo equivocado.
¿Qué vestía la víctima, fumaba cigarrillos o no, qué posteaba en Facebook, salía o no y con quiénes durante fines de semana, cómo vivía su sexualidad? ¿Qué clase de preguntas son éstas? ¿Han puesto atención a lo que está pasando en Chile, en Latinoamérica, en todo el mundo? Cuántas muertas van. Cuántas niñas, jóvenes y adultas al borde la muerte, han contado lo vivido sólo porque alcanzaron a escapar minutos antes de desangrarse.
Después de sobrevivir las violencias más horribles, ¿qué debería seguir, qué soportes amorosos, qué escucha con respeto de la voz o del silencio? Pero no hay descanso, ni se puede bajar la guardia para convalecer, llorar las pérdidas. Todavía habrá más espacios de riesgo, de daño.
En Chile, durante audiencias penales públicas, a Nabila Riffo se le preguntó por su vida hasta el desuello, o para el desuello parecía por momentos. No hay cómo dejar de ver la destrucción intencionada de la credibilidad de la víctima, y la “credibilidad” no flota en el éter: habita un cuerpo, una persona. Lo destruido no es sólo simbólico. La herida es moral, y nuevamente física.
Fuera de tribunales: “teorías alternativas”, perfiles de personalidad, narrativas obstinadas y arrogantes acerca de una experiencia que sólo la víctima podrá relatar íntegra algún día (más allá del recuento de eventos brutales que ha sido necesario para que la justicia dicte sentencia).
La confusión es la amenaza mayor, una violencia más, una oscuridad. El cuidado necesita ser también por nuestra cordura y la precisión de límites en las realidades que observamos.
El crimen –cualquiera- es el crimen. El culpable puede ser misionero, héroe deportivo o ídolo rock, y en nada cambia su responsabilidad. Del mismo modo, la víctima podría tener una historia de vida tranquila o difícil, equis filiaciones políticas o religiosas, o hasta haber cometido algún delito en el pasado, y en nada cambia su condición actual de víctima. De los más chiquitos se dice “no fue para tanto”, de los adolescentes “se dejaron hacer”, de las mujeres “ella se lo buscó, se arriesgó”: en la violencia sexual, son ejemplos frecuentes y suman heridas por las cuales nadie responde. Por mucho menos se acogen querellas e indemniza a algunos por injurias y daños morales.
Tanta es nuestra intemperie: violencia sexual, de género, institucional, mediática, o de vecinos y semejantes que sospechan de las víctimas, que las condenan cada vez que una pregunta o un comentario deja en el aire la posibilidad de que inocentes compartan responsabilidades criminales, como si en alguna medida la víctima (mujeres, niñas, niños) hubiese causado o merecido lo que padeció, o como si ciertas agresiones pudieran explicarse como “inevitables”, o hasta justificadas (¿o “justas”?).
¿Y si se tratara de nosotras, de nosotros, o de nuestras hijas e hijos?
Abogados defienden rigores procedimentales; el derecho a establecer la “duda razonable” que absuelva a clientes (así sean culpables, y así su liberación ponga en peligro a víctimas y toda la sociedad). “¿Cuántas parejas sexuales?” podría ser una pregunta para indagar sobre posibles autores de un crimen, pero “¿las relaciones fueron genitales o anales?” es una pregunta sólo cruel. Destinada a destruir.
Por su lado, los medios se amparan en el derecho a informar, en el interés público, bastante desconectados del sufrimiento; o del esfuerzo por incidir deliberadamente en la reparación de víctimas y colectivos (que también viven el trauma), o en la promoción de una educación y cultura de cuidado que ayuden a prevenir la violencia, o en la reflexión en torno a procesos de justicia por los cuales necesitamos sentir confianza como sociedad, y no temor o repulsa.
Esperar mayor cuidado ético frente a atrocidades, víctimas con estrés post traumático y secuelas permanentes del daño vivido, no es una apelación aprovechadora, melodramática o exagerada. Es el mínimo humano, justo y sensato, un imperativo de salud, en condiciones de extrema vulneración y vulnerabilidad, física, psicológica, social.
La respuesta esperable, cuerda, habría sido, es siempre el cuidado -por víctimas, sus familias, comunidades-, inseparable del proceso de justicia. Pero hemos visto más abusos, egos, morbos, exhibiciones patéticas sobre todo de quienes están en ventaja y tienen más poder, o no han sido simplemente mutilados y fallan en el respeto más elemental por otro ser humano cuya historia y tragedia tienen ante sus ojos.
En medio de tanta disparidad ¿importa preservar la integridad, la dignidad humana de quienes atraviesan una etapa horrible? Esta es una pregunta fundamental. La indefensión o las vulneraciones no suspenden derechos de una persona. Las víctimas no se reducen a “casos” o a “pobrecitas”.
Hoy se ha determinado la culpabilidad de M. Ortega por el femicidio frustrado de Nabila Riffo, y sabemos que en realidad no hay sentencia ni pena que sirva de alivio o indemnización. Pero el desasosiego y la furia de este día, sentencia y todo, no son emociones desmedidas ante la violencia de la que hemos sido testigos durante el juicio. Qué alto el precio de añorar justicia; y qué vital se vuelve la pregunta más sencilla: ¿para qué? Para qué sirve todo esto.
Con la sentencia emitida, la sensación es de bruma, todavía; de pobreza de respuestas ante la violencia desbordada de este ciclo en nuestro país (basta ver las cifras de femicidio, VIF, violaciones, abusos sexuales). Podríamos también preguntarnos por Aysén, y la no-coincidencia de dos crímenes horribles que ocurren en un mismo año, en una misma región, ambos contra mujeres (Nabila y Florencia). ¿Qué está pasando ahí? Desde 2014, las tasas de suicidio más altas del país corresponden a esta región (ver informe 2015 PUC: “Aumento sostenido del suicidio en Chile”, y resumen gráfico del 2014), y son también las más altas entre los hombres, y entre adolescentes (de ambos sexos) de 15 a 19 años.
En la prensa, en la televisión, poco se conversa de estas realidades. La sensación es de exceso de información, horas y horas de transmisión de las cuales muchas son dedicadas a la especulación, manipulando emociones, jugando a anticipar resultados y sentencias de la justicia, como en un casino macabro. ¿En qué ayuda esto, a quiénes?
La crueldad desborda. un matinal comparte el informe ginecológico de Nabila Riffo y es como si hubiesen expuesto su cuerpo sobre una piedra sacrificial. En el estudio, nadie se indigna ni pide detener la transmisión (como ocurrió antes en otro canal), ni hombres ni mujeres, y aunque la indolencia no tiene género, más cuesta aceptar que las mujeres presentes –con capacidad de comprender qué es la misoginia, la violencia machista, o al menos lo que significa una visita al ginecólogo- no hubiesen mostrado la menor empatía ni solidaridad, y no sólo para condolerse del destino de Nabila (como niña, joven, adulta), sino para defenderla, para negarse terminantemente a exhibirla y violentarla; a siquiera rasmillarla con un atropello más.
Fuera del canal, los ciudadanos sí reaccionaron. En menos de 24 horas llegan al Consejo Nacional de Televisión (CNTV) 500 denuncias contra el matinal “Bienvenidos” (y no es tarde para continuar denunciando). Los cambios pueden ser lentos, pero van años de sumar gestos cada vez más enfáticos e inmediatos como comunidad. Hombres y mujeres de diversas edades, violentados por el sufrimiento de la víctima, dispuestos a cuidar, a concurrir, a hacer lo que estuviera a su alcance, por modesto que fuera, frente al daño. Otras voluntades no llevan igual firmeza.
Con las denuncias en curso durante horas, el canal pide disculpas (los conductores, un día después, y de forma bastante confusa) mediante un pálido comunicado. El despido de un director –expiatorio- confunde límites de una responsabilidad compartida: canal, producción, conductores, panel de comentaristas en el estudio, todos fallaron en la protección (y las sanciones, por ende, deberían ser inclusivas), hoy, de Nabila Riffo, pero no podemos olvidar a todas las víctimas cuyos derechos son vulnerados frecuentemente, rara vez considerados.
La privacidad, la intimidad, el resguardo de su dignidad, la protección de las personas frente a mayores daños y sufrimientos: la negligencia es vasta. Se ha dicho que si Nabila Riffo hubiese pertenecido a una familia acomodada, no habría recibido ese trato. Pero recordemos la publicación del expediente completo del caso Karadima (incluidas direcciones, teléfonos, y los detalles más sórdidos de actos de sodomía y perversión sexual y psicológica), del caso Orellana (con descripciones de conductas hipersexualizadas y de masturbación compulsiva de una niña, sin pensar en consecuencias como por ejemplo, la reacción y aprensiones de apoderados y familias de sus compañeros de curso), o la televisación de audiencias del juicio contra John O´Reilly (de las cuales fue posible inferir la identidad de las víctimas).
Hombres, niñas, mujeres, todas las edades y todas las avenidas: la justicia no los cuidó, y para los medios nada hizo diferencia en circunstancias donde lo más importante resultó ser la lectoría o el rating. Queda la pregunta mirándonos a los ojos: ¿y para nosotros: son todas las víctimas dignas del mismo respeto, de la misma voluntad de cuidado y defensa, de los mismos derechos humanos, de nuestra igual indignación ante toda violencia que hayan sufrido, sin silencios ni concesiones según qué persona o grupo la perpetre?
¿Es más o menos víctima un ser humano u otro? Me parece una pregunta siempre vigente, siempre urgente. Concedo que cualquier crimen, cualquiera, siempre me parecerá peor si es sufrido por niños y niñas, que por adultos. En todo lo demás, no entiendo distinciones.
Quizás me cuesta ir más lejos y salir del cuerpo, de la piel y huesos que nos asemejan, cada músculo, cada ligamento, las formas de sentir dolor, de sangrar, de gritar, de resistir o ceder ante la inminencia de la muerte (llegado el momento). Entonces la tortura de quien sea, sigue siendo tortura (la perpetren agentes del estado, o psicópatas, o ciudadanos comunes y corrientes), y quemar vivo a alguien, o no hacer algo por auxiliarlo, sigue siendo la misma atrocidad (y hasta el día de hoy sigo sin comprender la resonancia distinta que se deja sentir frente al crimen contra Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas, que contra el matrimonio Luchsinger).
La codificación y reconocimiento de los derechos de las víctimas es relativamente reciente (muy recomendable, Digesto de jurisprudencia latinoamericana sobre derechos de las víctimas, 2015), pero no justifiquemos nuestras demoras y menos la falta de protección y trato digno –de parte del poder judicial, de los medios, del propio colectivo- que viven cientos de víctimas durante procesos de justicia en nuestro país.
En Chile, se explicitan algunos derechos de las víctimas de manera muy general (ver web fiscalía CL), sin mayor desarrollo acerca de su ejercicio -para cada etapa: denuncia, investigación, juicio, y posterior a la sentencia, en instancias de reparación- y tampoco de los deberes exigibles a nuestra justicia (para hacerse una idea de lo que falta ver ejemplos en la UE, EEUU).
Es insuficiente la denuncia ciudadana o el esfuerzo de algunas escuelas de periodismo (que exceden el mínimo requerido en formación ética) para garantizar la no vulneración de derechos (recomendamos revisar los materiales disponibles del Dart Center para periodismo y trauma). ¿Qué cambios empujarán las asociaciones de prensa, el colegio de Periodistas, o los propios medios?
Los equilibrios son un desafío y si bien podemos valorar el rol que los medios han tenido y tienen en la develación de realidades terribles (abuso sexual infantil, eclesiástico, del Estado en Sename, etc), eso no los exonera de responsabilidad cuando vulneran derechos y revictimizan. Las distinciones son éticas, legales, e imprescindibles: jamás será igual cubrir noticias deportivas, políticas o de farándula, que informar sobre tragedias (incendios, terremotos, crímenes atroces). Necesitamos criterios y distinciones que sean exigibles a todos los medios por igual.
Las disculpas, e inclusive las resoluciones de un CNTV o de tribunales (si corresponden acciones judiciales) no tienen el menor impacto en canales que aun cometiendo faltas éticas graves, continúan en lo de siempre. Canal 13, por ejemplo, hasta aquí no ha desestimado –al menos no públicamente- la realización de un programa con víctimas de violencia intrafamiliar que fueron convocadas a un casting hace menos de dos semanas. ¿Qué sigue: un reality de violaciones, de bullying de niños, de acoso sexual? ¿Cuál es el límite para la televisión?
La televisión, justamente, ha concentrado gran parte de la polémica durante el juicio en Coyhaique (aunque el problema mayor siga siendo la justicia).
La decisión de realizar audiencias penales públicas y televisadas es una atribución de nuestro sistema judicial (y no algo que hayan forzado los medios), y la justicia “en vivo y en directo” es a lo menos opinable; para muchos, reprochable, aun cuando la propia víctima quiera entregar su testimonio público pues lo considera un acto reparador o justo para ella (y esa deliberación adulta, más allá de toda opinión en contra, o intercesión disuasiva, merece respeto). Nabila Riffo así lo eligió, con una entereza y coraje admirables, y viéndola declarar sólo queda afirmarse de unos versos de Mary Oliver que han sido de ayuda muchas veces durante esta vida: “hubo una nueva voz que lentamente reconociste como propia/que fue tu compañera mientras dabas pasos/más y más profundos dentro del mundo/determinada a hacer lo único que podías hacer/determinada a salvar la única vida que podías salvar”. No encuentro, hasta esta noche, otra forma de expresar el sentimiento de estas semanas, el aprendizaje, todo lo que una joven mujer (que tiene la edad de mi hija mayor) deja como un bien a disposición de todos, y especialmente de muchas víctimas con quienes uno comparte camino.
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El juicio por el femicidio frustrado de Nabila Riffo va llegando a su término, pero la violencia no, y deberá continuar el alerta, la prevención, los esfuerzos por detenerla. También quedará trabajo en la reflexión acerca de los límites de cuidado de la intimidad y dignidad humanas, y de nuestra responsabilidad como sociedad, y desde los medios, y por encima de todo, desde un sistema de justicia que no sólo fracasa todavía en ser garante de protección para las víctimas, sino que además las vulnera.
Nabila testificó en audiencias públicas cuyo aporte o perjuicio para procesos de justicia, no resulta fácil de establecer (las opiniones están divididas incluso en países con mayor tradición de juicios televisados). Hay quienes defienden las cámaras en sala por transparentar procedimientos ante la ciudadanía y por ayudar a aumentar, supuestamente la confianza en la justicia (adicionalmente, sería una tendencia “inevitable” en la era de internet y de youtube). Otros consideran que estas prácticas son lesivas para las víctimas, testigos y los propios imputados.
En realidad, procesos tan delicados y determinantes en las vidas de las personas no veo de qué forma puedan verse beneficiados si son exhibidos y transmitidos vía radio, televisión o internet. Pero si deben serlo –porque el sistema judicial así lo decide- entonces necesitamos confiar en que existen regulaciones muy precisas sobre aquello que puede o no ser difundido, cómo, y de qué forma se cautela y evita a toda costa la revictimización.
Para Nabila, la revictimización ha sido una constante. Viendo actuar –o abstenerse de hacerlo cuando debieron- a abogados de la defensoría, fiscales, el juez, surge una pregunta muy sana, muy cuerda, que se niega a bajar su volumen: si éste es el trato en una audiencia televisada ¿cómo tratarán a otras víctimas a quienes no podemos ver? Igual o peor. Mucho peor. Pueden prohibir la televisación y quizás hasta sea mayor el descampado y los malos tratos en las salas.
Conocemos los relatos, las vivencias de sospecha y descrédito. Sabemos de los múltiples interrogatorios (evocadores de sufrimiento), de sentencias absurdas para agresores sexuales (luego de haber fallado una y otra vez en detener a los agresores en su escalamiento), de plazos de prescripción (una “gracia” que concede el Estado a los culpables de cometer delitos), de penas remitidas, beneficios carcelarios y liberaciones anticipadas de agresores que son un absoluto peligro para la comunidad.
Cuántas víctimas viven en el terror o se han terminado suicidando, sin que la justicia hubiese defendido para ellas su inocencia, su acceso a la justicia, o su derecho a “segundas oportunidades”. En estas condiciones ¿quién querría denunciar?
Es un fracaso país, a 27 años del retorno democrático, si los ciudadanos debemos llegar a plantearnos estas preguntas, o a considerar por un segundo que pueda ser preferible la impunidad -y la soledad en la reparación-, que arriesgar mayores violencias a manos del sistema judicial y sus profesionales. Hablamos de victimización secundaria, de la necesidad de evitarla, pero ante su recurrencia en procesos de justicia, la verdad no queda claro dónde es posible denunciarla ni qué sanciones corresponden.
No faltan quienes nos advierten que nadie puede venir a decirles a abogados o jueces cómo realizar su trabajo. “La ley es clara, las cosas se hacen así”, ok, pero sí tenemos derecho a preguntar, al menos, y a cuestionar la violencia, y la creencia de que el daño a la integridad de las personas deba ser una condición o resultado inexorable del ejercicio de la justicia. ¿Realmente no hay otra forma de hacerlo? Sabemos que sí. Que nadie nos convenza de inmutables o imposibles. Basta de confusiones. La eficacia del sistema judicial no puede necesitar o depender de tratos crueles y degradantes hacia las personas.
La respuesta comunitaria frente al maltrato de un canal es una gran señal y bien podría sostener su energía e interpelar ahora a la justicia. Preguntar, por ejemplo, ¿qué contenidos se incluyen en el currículum de escuelas de derecho, o en la academia judicial, relativos a derechos de las víctimas, prevención de victimización, cuidado ético de personas involucradas en proceso de justicia? ¿Qué exigencias éticas a nivel nacional, regional, internacional, han sido ya establecidas para jueces, defensores, fiscales, cuáles faltan o no se respetan, cómo se fiscaliza?
Las preocupaciones ciudadanas pueden siempre encontrar cauces, y son más de los que imaginamos: defensoría penal pública cuenta con formularios online o descargables para consultas o reclamos; el colegio de abogados recibe quejas; y están el Congreso, el poder judicial, y hasta una comisión iberoamericana de ética judicial. Nada nos impide consultar o realizar una denuncia, y aunque no se verifiquen cambios inmediatos (y ni sanciones siquiera), mientras más acciones sumemos, mayor es nuestra probabilidad de que algún día, algo fundamental cambie.
En el abuso, en la violencia, no están solas las víctimas y sus victimarios: somos siempre más, testigos que podemos elegir ser pasivos o activos.
A veces por pudor, ignorancia, por sentirnos simplemente sobrepasados, cansados, o tal vez temerosos del juicio ajeno, no intercedemos a tiempo o no levantamos la voz ante los abusos. O de tantos que son, puede sernos difícil llegar a reconocerlos, y más si estamos enredados en su maraña por largos períodos, o desde niños. Pero en un siglo y milenio nuevos, la presencia de lo violento y lo abusivo del poder (en tantas formas y versiones) se dejan sentir como un gran obstáculo ya ni siquiera para nuestra evolución y progresos, sino para lo más cotidiano y básico de nuestras existencias.
Nada ni nadie puede prohibirnos ser humanos, estar preparados para responder; para defendernos entre todos. Jamás será naive (ni “populista”) aspirar a un país más bueno con su gente, no-violento, donde podamos cuidarnos unos a otros, a los más chicos sobre todo, o a quien quiera que sea o esté viviendo un período de mayor vulnerabilidad. Juntos -cada uno como pueda, en lo que pueda, pero juntos- el dolor o el peligro se viven distinto, con otra resiliencia; las injusticias se comprenden bajo otra luz y ganamos claridades, y todo lo que nos limita va con nosotros, pero se toma de la mano -y aprieta firme- de la voluntad y la convicción que todavía tenemos en que podemos hacerlo mejor, y que en gestos pequeños o expansivos se va erosionando el daño que nos embosca y nos separa.
Es una resistencia poderosa la que terminan movilizando cientos o miles de personas concertadas para no rendirse –por lento y rudo que sea todo, por agotadora y larga que sea la espera- hasta que la única indefensión sea la del propio abuso, y toda su violencia, todas sus confusiones.
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Entrevista “Última Mirada” Chilevisión, con Fernando Paulsen, sobre violencia de la justicia y derechos de las víctimas de violencia sexual (video). Abril 2017
Campaña SERNAMEG #Chilesinfemicidios (video)
Naciones Unidas 2015, documento marco: apoyo a la prevención de la violencia contra la mujer (pdf para descarga)
el abuso nuestro de cada día…
El abuso nuestro de cada día (sistemas de salud, educación, pensiones, bancos y empresas, la clase política, el transporte público, los estacionamientos, y podríamos seguir), lo mínimo, lo inmenso, y el saco sin fondo es uno solo sobre nuestras espaldas de siempre. No hay “paraísos” ni “progreso” mientras se siga abusando de los más indefensos, sin mayores consecuencias. Sename, la violencia sexual, la pedofilia. Infiernos.
Leo esta semana que el Arzobiscado de Santiago “no representa a la Iglesia de Chile”. ¿Entonces? Entonces nada. La institución carece de “legitimación pasiva”. La iglesia chilena es inimputable. ¿Qué debemos entender: que crímenes como el abuso sexual infantil cambian de estatus por contar con amparo y respaldo institucional? Así se lee. Como si la Iglesia no contara ya con suficiente inmunidad. Que algunos juicios hayan resultado en condenas para sacerdotes o religiosas, no significa que exista de parte del Vaticano, ni de las autoridades eclesiásticas, ni de los agresores sexuales, un reconocimiento genuino de sus responsabilidades civiles y/o penales, o éticas, o humanas.
Desde que los escándalos por la develación de abusos sexuales eclesiásticos estallaron en la década de los ochenta, el patrón de conducta de la Iglesia ha sido de negación de los delitos y abandono de las víctimas, mientras a la par ha desplegado una variedad de recursos para blindar a los victimarios, en sus propios países o trasladándolos a aquellos donde sea imposible su extradición.
Casi 7 mil sacerdotes con acusaciones verosímiles sólo en EEUU, y unas 17 mil víctimas con denuncias públicas y acogidas por la justicia – y miles más de avenimientos privados, y de testimonios que no han llegado, o no todavía, a materializarse en querellas (datos bishopaccountability.org).
En Australia, 7% del clérigo ha sido acusado de cometer abusos sexuales; las denuncias abarcan un período de 25 años (1980-2015, ver nota), casi dos mil victimarios y cuatro mil quinientas víctimas –de entre 10 y 14 años de edad al momento de ser abusadas- que demoraron un promedio de 33 años en verbalizar el trauma vivido.
El abuso sexual eclesiástico atraviesa las vidas de decenas de miles de seres humanos: las víctimas más pequeñas fueron abusadas a los 3, 4 años de edad; ochenta por ciento de ellas vivió el inicio de los abusos entre sus 8 y 10 años (datos bishopaccountability. org). Miles de jóvenes, de todos los continentes, han sido confinados a lo inenarrable de un trauma que a muchos llevó al suicidio. Las autoridades eclesiásticas sabían. Y saben, todavía.
Los datos son un alarido frente a no menos que una red de pedofilia a la cual es preciso detener (y erradicar). El año 2009, el sacerdote Silvano Tomasi, delegado del Vaticano ante la ONU, reconoció que según “estadísticas internas” entre un 1,5% y 5% del clérigo estaba involucrado en casos de abuso sexual a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Es decir entre 6 mil a 20 mil sacerdotes (de un total de 440 mil) han cometido delitos de pederastia.
Es muy duro decirlo, y aun siendo agnóstica, duele esta conclusión, pero las cifras son elocuentes y el patrón de conducta es a todas luces reconocible. Corresponde una sola definición: “un grupo de personas que participan de una variedad de actividades sexuales ilegales que involucran a menores de edad” (“red de pedofilia”, paedophile ring). Dicha “participación” necesitamos entenderla en la perpetración de los crímenes, la complicidad, el encubrimiento, la pasividad y negligencia en detenerlos o prevenirlos, la inmisericordia de obstruir posibilidades de reparación y justicia para las víctimas, de no levantarse -la propia Iglesia y sus obispos- en defensa de medidas que habiliten garantías de no repetición.
La extensión y recurrencia de los abusos sexuales en la Iglesia Católica – EEUU, Irlanda, Canadá, México, Filipinas, Bélgica, Argentina, Perú, Chile, entre otros- no dan para pensar en desviaciones aisladas, de unos cuantos individuos, y menos aún, para contemplar intervenciones caso a caso (en terapias o retiros espirituales de los abusadores).
Hace mucho el catolicismo tiene un problema enorme que sus autoridades sólo han agravado con su actitud indolente y criminal, porque eso es el encubrimiento de abusos y de sus responsables. Criminal.
Consciencia de los daños… qué podríamos decir. Ni las miles de víctimas, ni los miles de sacerdotes y religiosas abusadores de niños y adolescentes confiados a su cuidado, han sido hasta aquí motivo de alarma seria para las autoridades de una iglesia que hace mucho se yergue sobre un campo minado o radioactivo, y como si nada, o casi nada.
No vemos urgencia, ni remordimiento, ni compasión, ni mayor agencia en el auxilio y restitución de víctimas, familias y comunidades, o en la contención de la propia feligresía que atestigua con vergüenza y dolor una historia negra que está muy lejos de terminar de escribirse.
No conocemos todas las denuncias, no se avanzado lo suficiente en la justicia, ni sabemos si los sacerdotes y religiosas de este milenio serán formados y actuarán desde otra ética con niños/as y adolescentes, asegurando la no comisión de abusos sexuales, o su reducción drástica. Si fuéramos obispos, arzobispos, cardenales, o Papas, muchos de nosotros apenas dormiríamos con la magnitud de esta tarea pendiente, y su peso en la consciencia.
Las consecuencias del abuso no prescriben en las vidas de sus víctimas, y la justicia tampoco debería caducar antes de siquiera poder acceder a ella. No se menciona la violación flagrante de DDHH que involucra el abuso sexual. Tampoco la ignominia de negar justicia a las víctimas mediante plazos de prescripción arbitrariamente definidos, que sólo terminan beneficiando la impunidad de los abusadores.
Derecho al tiempo. Respeto por el tiempo. Sabemos que las consecuencias del abuso sexual infantil (ASI) no quedan contenidas en la niñez, se toman otras etapas de la vida, afectan la salud física y psicológica de las víctimas, sus trabajos, su productividad, sus relaciones. Sólo tomemos en cuenta la duración de los procesos de reparación, denuncia y justicia; no hay cómo estimar los recursos morales y materiales que deben disponerse de parte de sobrevivientes, sus familias, y redes de apoyo. Todo en medio de nuevas victimizaciones y la certeza casi absoluta de que los abusadores sexuales no serán sancionados, y que instituciones que los amparan serán inimputables.
En Chile, Fernando Karadima, la madre Paula, Christian Precht, Juan Barros, John O’Reilly: algunos nombres de años recientes que nos ayudan a dimensionar la negligencia de la Iglesia, y nuestras propias limitaciones e incompetencias como sociedad civil –en un Estado aconfesional- para sancionar delitos sexuales que han ocurrido bajo su amparo. ¿Quiénes cumplen, o han cumplido la primera semana de una condena en la cárcel? El autorespeto como país anda por el suelo, y de nosotros también depende poder levantarlo, sanarlo.
La iglesia Chilena, por intermedio del arzobispado o de la conferencia episcopal, nos proveen con consuelos esporádicos: protocolos forzados de prevención de abuso sexual infantil (deficientes como la última guía emitida en Chile hace dos años, donde a duras penas se consigna el deber adulto de denuncia).
El Vaticano por su lado, da un paso y retrocede dos, articula comisiones inútiles por la verdad y justicia –donde terminan renunciando integrantes como Mary Collins y Peter Sanders, sobrevivientes de abuso- y elabora instructivos (ver) donde se libera a los obispos del deber de denunciar abusos sexuales a la justicia, aun cuando el país donde se encuentren obligue dicha denuncia por ley (¿qué es esto: un llamado a la sedición?).
El sufrimiento de las víctimas, antiguas y nuevas, continúa sin que nada perturbe la indiferencia de las autoridades, incluido Francisco I. Es esa indiferencia la que no podemos olvidar ni dejar pasar. Hay que gritarle en la cara, saltarle encima, interrumpirle las horas de sueño, hasta que muestre alguna capacidad de reacción.
Esa indiferencia es inapelable en el nombramiento de Juan Barros y en la respuesta del sumo pontífice a una comunidad indignada: “Osorno sufre, sí, pero por tonta” (aquí el video). Francisco I respalda a un sacerdote denunciado por las víctimas de Karadima, y dice que “las acusaciones fueron desestimadas” sin llegar a insinuar una inocencia más allá de toda duda razonable para Barros. Hay que prestar atención a estas omisiones de un Papa que parece creer que no tenemos medio dedo de frente o de memoria. ¿Qué podríamos esperar de la Iglesia liderada por Francisco I? Creo que no mucho. Más bien nada.
La insistencia en recordar la trayectoria deplorable de la Iglesia en materia de abuso sexual no es amarga ni antojadiza: es un acto de autocuidado, de autodefensa, incluso de solidaridad.
Sólo volviendo a mirar los datos, los hechos, las ausencias, podremos visualizar patrones, falacias, iteraciones que nos marean y confunden, y que debemos desenmascarar para poder proteger a nuestros hijos (cuántos niños continúan estudiando en colegios católicos) y responder a las víctimas.
Sin engañarnos, es posible observar algunos avances precarios, y también aceptar que en lo esencial no hay transformaciones. Nos lo recuerdan resoluciones como las que emitió hace un par de años el Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas, sobre la negligencia de la iglesia, y recientemente, en Chile, mediante fallos como el del Juez Muñoz (cuestionado en casos de violación de DDHH, además) quien exonera al Arzobispado.
La Iglesia celebra su inmunidad, y el estupor es sólo nuestro, una vez más, porque en nuestro país pederastas encontrados culpables puedan ser protegidos y continúen impúdicamente llevando una vida cómoda, participando de actividades sociales y hasta residiendo en barrios cercanos a los de sus víctimas, sin que nadie diga nada, haga nada.
¿Qué necesitamos para que nadie, absolutamente nadie, ni sectas ni iglesias de ninguna denominación funcionen en nuestro país ignorando las leyes? ¿Cuándo nuestra democracia, imperfecta y todo, tendrá el coraje de hacer lo justo, legislar lo justo?
No es cuerdo ni seguro un país donde predadores sexuales circulan libres y contentos por el mundo gracias a la complicidad de su Iglesia y la obsecuencia de nuestra justicia que más encima, allana el camino mediante plazos de prescripción que abandonan a una mayoría de las víctimas. ¿Qué orden y paz social pueden existir en estas condiciones? ¿Qué puede ser cuidado, protegido, en la impunidad? NADA.
Este martes 21 de marzo debe votarse la idea de legislar, en general, por la imprescriptibilidad de delitos sexuales contra niños, niñas y adolescentes (www.abusosexualimprescriptible.cl). Mientras no terminemos con la prescripción (o bien se extiendan los plazos a cincuenta, o cien años si es preciso), continuaremos a merced de abusadores y redes de pedofilia impunes por crímenes pasados, presentes y futuros. Es no menos que jugar a la ruleta rusa, permitir que personas con esa capacidad destructiva continúen fuera del alcance de la ley y no sean separadas de la comunidad donde viven nuestros hijos e hijas.
Las leyes necesitan cambiar. Es 2017, y no A.C. Se han producido progresos en la medicina, la psicología del trauma, el derecho internacional, que pueden ayudarnos a contar con leyes dignas de este milenio y de los seres humanos a quienes deben servir y cuidar, velando por la sanción de quienes sean responsables de crímenes sexuales, como perpetradores directos o como cómplices.
Nunca se ha tratado de responsabilidades sólo individuales. Es cierto que no está bajo el control de estados o instituciones, la existencia o conducta de los abusadores sexuales. Pero una vez conocidos los abusos en la Iglesia, cada encubrimiento, cada falta de colaboración con su sanción y justicia, cada ausencia con las víctimas, convierten a la institución y a sus autoridades en corresponsables.
Corresponsables, pero inimputables. No podemos quedar de brazos rendidos.
Muchos chilenos no somos parte de la Iglesia, y otros no querrán dejar de pertenecer a ella porque a pesar de actuar como una institución cómplice de abusos, todavía creen y sienten que pueden ganar la batalla interna contra la pedofilia y su impunidad. Es difícil, o imposible, en realidad, si no ocurren algunos cambios radicales. Quizás entre todos, católicos y no, podríamos ayudar a empujarlos.
Hasta ahora, no existen procedimientos expeditos –menos confiables- de investigación de delitos sexuales ni sanciones efectivas para sus perpetradores (tampoco sabemos si se conducen procesos serios para contener y evitar reincidencias en la comisión de delitos). Un ejemplo: la justicia canónica aún no se pronuncia –y todos los antecedentes están en el Vaticano desde 2012- en relación a John O’Reilly cuya culpabilidad como abusador sexual sí fue sancionada en 2014 por la justicia chilena (aunque con una pena ínfima, y remitida). No olvidemos estas omisiones.
Cualquiera sea su rango en la jerarquía eclesial, cumplan o no con sentencias de cárcel, hayan tenido o no gestos de perdón y restitución para con sus víctimas, los sacerdotes abusadores no deberían ejercer nunca más el sacerdocio y deben ser separados, despedidos, (no sé si excomulgados, además, pero como observadora externa no entiendo por qué esa sanción es aplicable en situaciones menos graves, y no con pederastas), y que sea informada su destitución de manera inmediata. Hace falta un registro mundial de ofensores sexuales elaborado por el Vaticano, que sea de fácil acceso y con actualizaciones al día para cada país.
No puede haber confianza en medidas o “gestos” incompletos en tanto las autoridades eclesiásticas persistan en dificultar la justicia o continúen sacando ventaja –como el más triste, sinvergüenza y patético de los delincuentes- de resquicios, tecnicismos, vacíos o inmunidades legales conferidas cuando nadie habría imaginado abusos sexuales a manos de sacerdotes ni el poder de la red de pedofilia que ha crecido en el seno de la Iglesia junto a la impunidad que ésta permitiría.
“No somos responsables de esos abusos”, “actuamos de buena fe”. ¿Escucharán de sí mismos, en el Arzobispado de Santiago, cuán insensibles y hasta ridículas suenan estas declaraciones? Durante tantos años la Iglesia chilena ha guardado silencio, mentido, encubierto, y gastado energías que debieron destinar a proteger y mitigar algún dolor de las víctimas. Ahora deberían reconocer responsabilidades, por respeto, en silencio, y nosotros continuar exigiendo, como sociedad, las respuestas y herramientas que necesitamos –y deben actuar los poderes del Estado- para protegernos de abusos, abusadores e instituciones cómplices que no pueden continuar fuera del alcance de la ley.
Hay días, algunos días, peores que otros, de sentir que no tenemos mucho más cuerpo disponible para ser roído o devorado, y necesitamos descanso. Bajamos la guardia apenas, y entonces el abuso aprieta su mandíbula en el aire, o en lo que pille, muestra sus dientes y ríe, y todo parece una burla, pero no lo es. Es muy serio. Es grave. Lo digo sin ánimo pesimista. Sin que llegue a desesperación sólo porque todavía logramos reconocer mucho de lo injusto e impune que nos rodea, y porque todavía braceamos intentando cambios. Y nada de lo que hagamos será poco o insignificante, ningún gesto de cuidado sobra, ninguna voz ni resistencia, en ningún entorno.
De abusos casi imperceptibles a los más desgarradores nunca es demasiada la distancia. Por eso a todos hay que enfrentarlos: fauces pequeñas, o gigantes, cualquier mordedura, cualquier día. Hasta que pierdan sus últimos dientes, y con las encías blandas y envejecidas, no puedan dañarnos más.
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Si tienen un tiempo, y con las debidas advertencias de triggering para víctimas de abuso sexual eclesiástico, y de abuso sexual infantil en sus diversas formas, vale la pena ver el documental del director argentino Julián Maradeo, “No abusarás” (disponible en youtube).
Se trata de las niñas (proyecto de ley #3causales, violación)
Escrito por Rodrigo Venegas y V. Jackson, psicólogos, para el Observatorio de Género, Chile (ver articulo original).
Se estima que cada 33 minutos ocurre un abuso sexual infantil en Chile. Según cifras de Fiscalía, el 2016 hubo 15.266 denuncias por delitos sexuales y de ellas más de un 70% corresponde a niños, niñas y adolescentes menores de edad. Del total de víctimas de violación país, un porcentaje similar (70%) corresponde sólo a niñas y muchachas menores de 16 años. El 12% de los partos corresponden a madres adolescentes menores de edad. El año 2014, los partos de niñas entre 10 y 14 años fueron 852 (fuente: Minsal, 2017).
Comenzamos con estas cifras no para demoler, sino para apelar –urgentemente, angustiada, resueltamente también, y con amor, porque no se puede desde el corazón helado- a volver nuestra mirada sobre las niñas.
Las niñas han sido una gran ausencia (excepto en contadas ocasiones donde se las recuerda y menciona, pálidamente) en el diálogo país, en los activismos, e inclusive en el debate parlamentario en torno al proyecto de ley #3causales: despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo por riesgo vital de la madre, inviabilidad fetal y violación. Un nombre largo, pero necesario de recordar porque es eso lo que se decide.
No es nuestra intención aplicar “suavizantes” ni relativizar nada; sólo queremos ser muy precisos y responsables en enfatizar lo que se está resolviendo, y lo que no. Han sido demasiadas las confusiones y estridencias (desde diversos sectores sociales); y demasiadas las omisiones y puntos de fuga donde quienes más atención merecían durante este proceso, y a quienes más necesitamos proteger, terminan siendo casi invisibles. Las niñas.
Para nosotros, y para muchos ciudadanos/as, la causal de violación siempre fue y sigue y seguirá siendo, amarga e indisputablemente, una causal de las niñas, por las niñas, que atraviesa y horada vidas de niñas sobre todo. Porque por horrible y monstruosa que sea una violación y el ser víctima de un embarazo forzoso en la adultez (en cualquier edad de ésta), nunca la indefensión y precariedad serán mayores que durante la niñez.
“A merced de” no alcanza a expresar la magnitud de la dependencia, no-consentimiento, no-decisión, que caracteriza los años de infancia y gran parte de la adolescencia. Pensemos esos mismos años, esas edades y fragilidades, con la cruz de una violación y de un embarazo resultante de ésta, sobre espaldas mínimas que no pueden cargar con ese peso que muchos adultos/as que han defendido en el congreso una u otra posición –a favor y en contra del proyecto de ley-, jamás conocerán. Pero sí pueden ayudar a aliviar. Que las leyes, por favor, sean herramientas de cuidado, no de sometimiento al daño y al tormento.
Forzar el sufrimiento
Sobrevivientes adultas de abuso sexual infantil, incesto, explotación sexual, evocan de sus años de niñas, una voz interna repitiendo “no sería capaz”, “antes muerta” (ver “Carta” enviada al Congreso, 2015). Sin embarazo, la pregunta de todos modos rondaba; su desesperación imposible de mitigar. En el silencio mandatario y violento, ¿cómo preguntarle a nadie, nada?
¿Y si un embarazo de mi padre, de mi abuelo, del sacerdote, de mi hermano mayor, de mi vecino…qué palabras servirían? No podemos pensar en muchas. Sólo una: tormento. Tortura.
No hace falta el aval de definiciones ya establecidas por organismos de derechos humanos o expertos. Es tortura. Violaciones en cuerpos de niñas, y las evocaciones traumáticas de uno o muchos asaltos (y en un número de casos, la herencia muy concreta, además, de lesiones físicas, enfermedades, fisiologías alteradas de por vida) son suficientemente destructivas. Sumemos a eso la sola noticia, y luego la imposición de un proceso de embarazo del violador: si nos ponemos en el lugar de las víctimas la única palabra que queda en el diccionario de nuestros cuerpos, aterida, es “tortura”. Tortura de niñas.
Se ha forzado –y fuerza- en Chile, a niñas de 10, 11 años a continuar embarazos de sus violadores. Todos los días compartimos con niñas de esas edades, en nuestras vidas en distintos lugares. ¿Cómo se ven?, ¿a qué juegan?, ¿qué están estudiando en el colegio, qué sueñan, qué canciones cantan, qué las preocupa, qué las asombra? El universo del desarrollo durante la infancia está concentrado en crecer, lento; en aprender, y en preparar pausadamente el cuerpo-mente para transformaciones que también tienen su pulso y calendario de años (por favor, si tienen 2 minutos, vale la pena ver este video del documental “I’m 11”, acerca de niñas/os del mundo con esa edad).
Tiempo. Derecho al tiempo. Nos cuesta entender o aceptar, el adelanto de la menarquia, niñitas de 8, 9 años teniendo su primera menstruación: un proceso completamente desacompasado del curso evolutivo de los cuerpos y psiquis que lo viven. Cuerpos y psiquis que son suyos, de las niñas para habitar, para desplegar su maravilla, sus talentos, su vitalidad y su resiliencia.
Sin embargo, ningún desfase o error debe impedirnos ver que las niñas siguen siendo niñas y tienen derecho a vivir su niñez (tan breve en comparación a las décadas adultas) y a ser cuidadas, a no ser violentadas, y no hablamos de sus violadores solamente, sino de todos nosotros y de nuestras leyes que permiten el sometimiento de las más indefensas, cuando más vulnerables y vulneradas han sido.
“Podemos prevenir”, “podemos proteger”, dicen algunos, y sí, podemos, y por favor pongamos el alma y toda energía y recurso en ello.Pero con la humildad de reconocer que no somos omnipotentes ni invulnerables y que necesitamos saber que en el peor de los casos, a lo menos podemos contar con un país capaz de contener, de auxiliar, y de evitar a toda costa aquellos actos que avalen y habiliten –deliberadamente- el tormento de sus niñas, sus adolescentes y mujeres.
En medio de todo lo que nos pueda separar, compartimos el que nadie cuerdo querría que las violaciones existieran, y tampoco los abortos, ni la tortura y los tratos inhumanos y degradantes. Pero existen, y nos desbordan, y nos recordamos unos a otros que es tan cierto eso de que existe igual misterio en el amor y en el horror, y que en la infinita complejidad de nuestra condición y experiencia como seres humanos, muchas respuestas definitivas son escasas, y acaso imposibles. Nosotros al menos, estamos muy lejos de tenerlas.
Ser padre y madre, como muchos, o trabajar en el cotidiano con experiencias extremas como el abuso sexual infantil, nos ayuda a poner en perspectiva, constantemente, la extensión de nuestras limitaciones e incertezas; de nuestras respuestas insuficientes. A pesar de todo lo que nos sobrecoge y desafía, encontramos sostén en el cuidado y su brújula.
Es posible, y es urgente, tomar la decisión de cuidar y socorrer, inclusivamente (pensamos en países como Alemania), comprendiendo sin anestesia, que no puede continuar la inhumanidad de una democracia que responde con coerción y criminalización al sufrimiento de víctimas de crímenes atroces como el abuso sexual infantil y la violación.
Víctima es una palabra inasible, tremenda. Junto a “niñas”, no hay cómo describir el sentimiento.
Siete de cada diez violaciones: niñas. Más de 800 partos de niñas de entre 10 y 14 años; todas violadas. Necesitamos dar a estos números, a cada uno, un cuerpo. Para que se vuelva imposible, o al menos más difícil separar en nuestra retina a las niñas que no conocemos pero están aquí, y viven en Chile, de las niñas y niños que amamos, que tenemos cerca, y por quienes podríamos dar la vida o arriesgarnos a cualquier peligro o padecimiento.
Cincuenta niños, niñas y/o adolescentes son abusados sexualmente cada día. ¿Cómo podemos concebirnos como un país civilizado, democrático? Es imposible cuando encima de todo, negamos a las víctimas la mínima decencia humana en el trato que reciben desde nuestra justicia y nuestras leyes. La crueldad vigente no da para sentirnos “superiores”; mucho menos, éticos.
A nivel mundial, las realidades de la violencia sexual, en un milenio que ni siquiera cumple dos décadas, han remecido a millones de personas. También a líderes religiosos -de denominaciones diversas: cristiana, judía, y musulmana- quienes hace apenas dos años, pidieron formalmente al gobierno de EEEUU asegurar apoyo a organizaciones humanitarias en la realización de abortos compasivos y seguros para niñas y mujeres que han sido víctimas de violación en otros países (la asignación de recursos para asistir la interrupción de embarazos está garantizada dentro del territorio estadounidense, pero no fuera, excepto en ciertas causales que no se están respetando, ver artículo).
Por cierto, en un país aconfesional como el nuestro, los sistemas de creencias religiosas no deberían determinar en lo absoluto la trayectoria de leyes –ni el ejercicio de profesiones- que necesitan estar al servicio de toda la ciudadanía, sin discriminar. Pero más nos confunde y perturba que dichas creencias, que podrían apelar a la compasión como ha sido en otros países, en el nuestro sirvan para justificar la coerción de las víctimas, y también –de forma expresa o velada- de representantes del Congreso. Sólo recordemos, no hace mucho, las amenazas públicas de excomunión a parlamentarios/as que apoyaran la ley de divorcio en Chile (y solidarizamos con ellos porque concebimos la espiritualidad o la religión desde afinidades y adhesiones libremente ejercidas, sin espacio para acosos ni intimidaciones de un otro que se siente con poder sobre nuestra consciencia. Nada muy distinto de relaciones donde la violencia intrafamiliar o el abuso sexual infantil son posibles).
A pesar de todo, muchos ciudadanos estamos todavía dispuestos a cuidar nuestra democracia (con todo su desencanto y erosión), convencidos de que no es ingenuidad ni optimismo patológico esperar de los tres poderes del Estado el que honren, a lo menos, el imperativo de cuidar a su gente, de evitar daños evitables, y de no infligir tormentos ni abandonar cuando el auxilio es más indispensable. Responsabilidades irrecusables que aún no son ejercidas frente a la magnitud de la violencia sexual en nuestro país.
Violencia sexual y la niñez
La violencia sexual no es algo que acontezca “a la distancia”, desconectada del proceder o de la pasividad y omisiones, inclusive, de un Estado democrático. O de un continente, de un planeta, o de un sistema que mediante siglos ya de desposesiones y separaciones entre seres humanos, no verá mayor problema en dejar flancos expuestos para toda clase de violencias. En este contexto, el cuidado se vuelve una fuente de conexión, de resistencia, y de amparo mutuo. Una decisión, la más importante, como país y como ciudadanos, es la de cuidar.
El cuidado nos interpela, y pensamos en todas las víctimas de violencia sexual del mundo, pero mucho más cerca, en nuestro territorio, aquí donde podemos hacer mucho más que expresar consternación “global”, nuestras respuestas necesitan demostrar una disposición translúcida (no maniquea) para acoger a las niñas. Incondicionalmente.
En todas nuestras regiones, en cada ciudad, o barrio, hay que concurrir por las niñas. Con mayor razón en sus tránsitos más violentos y desgarrados: la violación, el embarazo por la fuerza, el abandono a su infortunio, a la impunidad en un país donde los plazos de prescripción protegen a abusadores sexuales, en tanto deniegan tiempo, voz y justicia a sus víctimas (este fallo reciente es un ejemplo claro).
Creemos que todavía no se dimensiona en nuestro país la profundidad y gravedad de la violencia sexual, y muy específicamente en lo que concierne a niñas y niños.
Hemos escuchado los argumentos más desquiciantes frente a crímenes de violación: “ya no era tan ‘chica’ la niñita”, o en un nivel más cotidiano –la elaboración de materiales pensados para educación sexual-, hemos leído como si nada “las niñas de 8 años, a partir de la menarquia, sí pueden embarazarse” sin precisar que en Chile, hasta los 14, si una niña enfrenta un embarazo es porque vivió abuso sexual y violación. Eso ya ha sido consensuado y no está bajo discusión, como tampoco la vulneración de derechos, ni el delito sexual, ni la obligatoriedad de protección que sigue vigente para esa niña o adolescente menor de edad que ha sido violada y enfrenta un embarazo de su violador. La pregunta que nos asuela es ¿cómo pretendemos proteger a una niña desde la imposición de una sola trayectoria, así sea a costa de su propia integridad, o su propia vida?
Es una palabra debilitada, “protección”, y el 2016 nos enmudeció como testigos de todo lo que se ha revelado de SENAME. Pero exánime y todo, el imperativo adulto de cuidar no deja de exigirnos pensar y responder a la niñez en su dignidad, en su vulnerabilidad y sus quiebres, de la manera más sensible e íntegra, sin dejar a nadie fuera, y permitiendo que lo más complejo y doloroso encuentre consuelo y cauce, y no muros de piedra y púas.
Coaccionar, sojuzgar, criminalizar a las niñas o mujeres víctimas de violación/embarazo, es una forma más de violencia extrema, y de negación flagrante de derechos. Este proceder ha sido motivo de requerimientos formales y casi súplicas, de organismos internacionales y nacionales para que el Estado de Chile humanice su conducta y honre sus compromisos.
Honrar los compromisos no admite omisiones. Viven suficiente violencia los niños y niñas en nuestro país. No contar con todas las respuestas necesarias para acoger la vastedad de consecuencias, que vienen junto a experiencias de abuso sexual, de violación, de embarazos infantiles, es una forma más de desprotección y violencia colectiva. De daño deliberado.
Responder a las víctimas niñas
Para las víctimas, los delitos sexuales son ataques masivos a su humanidad. No es sólo lo sexual: para los niños y niñas el daño es físico, neurobiológico, psicológico, emocional, social. El abuso afecta los espacios de interacción y construcción de la identidad, la intimidad y los vínculos, la confianza en sí misma/o y los demás. La destrucción es a nivel de condiciones basales de lo humano y de la integridad total del ser, en presente y futuro, comprometiendo (robando) años y años de vida de las víctimas.
Con las niñas y mujeres, el ensañamiento es mayor: ante el mismo crimen, es imposible que niños u hombres enfrenten la violencia de un embarazo. Ese abismo es sólo femenino, y en ese borde aterrador, habría que acoger, jamás empujar.
Una historia que conocimos fue la de una niña de 13 años con una discapacidad severa. Estaba embarazada y tenía la mentalidad de una pequeña de 4 años. Decía que le “dolía la guatita” porque le “estaba creciendo un gusanito”. ¿Cómo va a estar en condiciones esa niña de ser madre? La agresión sexual devino en el abandono de su familia. Como ella, muchas otras niñas son enviadas o dejadas en centros del Sename; otras niñas son cambiadas de escuela, de ciudad. Sabemos de una niña –hoy adulta- que en su tiempo fue forzada a seguir con el embarazo del padre violador y “delegada” a la misma red que gestionaría la venta y adopción de su hermano-hijo (nacido con trastornos genéticos, rechazado por la pareja extranjera que lo había “comprado” y debía recibirlo, y abandonado después en un centro de “protección”).
Los antecedentes nacionales e internacionales dan cuenta que el embarazo a temprana edad (niñas), junto a la vulneración de derechos, implica niveles significativos de pérdidas de oportunidades. ¿Cómo cuantificamos su impacto en la trayectoria vital de las niñas?
El parto de una niña de 10 años conlleva retraso y/o abandono escolar; impedimentos en el acceso a salud puesto que una mayoría de ellas no son llevadas a consultorio por miedo o vergüenza; dificultades médicas y secuelas traumáticas perdurables; discriminación social a nivel familiar y comunitario, y maltrato psicológico y físico; pérdida de condiciones de habitabilidad (son echadas de sus casas); disminución drástica de interacciones sociales positivas indispensables y propias de su etapa de desarrollo, junto al aumento de conductas de riesgo, adicciones, y otros trastornos. Son sólo algunos ejemplos. Quizás no los necesitamos siquiera. Sabemos que la pérdida de calidad de vida será profunda y extensiva, y afectará a las niñas que la sufren directamente, pero también a toda una generación posterior.
En años de trabajo son muchas las historias que podríamos compartir, y la realidad supera con creces toda ficción. A veces, enmudecer nos parece preferible a pasar por delirantes si vocalizamos experiencias de niñas que muchos no querrían creer, y no por maldad, sino porque exceden todo límite humanamente asimilable.
Otras personas, y las hay, desconfiarán de las víctimas y cuestionarán su inocencia (en tanto la presunción para los imputados se defiende a brazo partido), mientras nuestro sistema de justicia las somete a interrogatorios y producción de pruebas al límite del desuello psicológico y físico, o las abandona en razón de prescripciones y argumentos legales que parecen pensados para el mundo de las rocas y las pirañas, y no para el mundo de las personas.
La inhumanidad e indolencia que ha caracterizado el trato hacia las niñas víctimas de violencia sexual, de parte de grandes grupos de la sociedad, del Estado, de algunos parlamentarios, e incluso de activistas, profesionales y “expertos” (de todas las posiciones), nos llena de impotencia.
“Te acompaño siempre y cuando…”, “te acompaño de la forma que yo quiera y que yo creo ‘correcta’”, “te acompaño por la fuerza, aunque no quieras mi acompañamiento”, “te acompaño sin que me importe que no puedas decidir nada sobre tu autocuidado”, “te acompaño pero no tengo conflicto en dejar que sufras, que sigan negándote derechos, ni me opongo a que te traten como delincuente o criminal y lleguen a encarcelarte por intentar desesperadamente negarte a un embarazo violento”. Así se escucha, así lo escuchamos, sin ninguna piedad, sin otro legítimo, sin condición humana compartida porque al final es otro ejercicio de supremacía más, de propiedad sobre una “verdad” donde no existe la pregunta acerca de qué cuida más a esa niña, o muchacha, o mujer cuya rotura y catástrofe tenemos al frente.
Tanta, tanta violencia. Tanta horripilante soledad. Tanto asedio a la cordura: ¿cómo pretender que entendamos que “acompañar” el dolor humano puede ser un ejercicio indiferente y negador?, ¿cómo puede el “acompañamiento” entrañar tanto olvido de quien sufre?
Forzar posturas, obligar y dirigir no son, ni serán jamás sinónimos de “acompañar”. La palabra comparte su sentido con la de compañero, (lat. cum panis) esto es, comer del mismo pan, la misma vida. ¿De qué manera el acto fraterno de estar con el otro en las buenas y malas se convierte en una negación brutal de su existencia bajo un subterfugio de “protección”?
Toda la inmisericordia con las víctimas, contrasta con la disposición mayoritaria de la ciudadanía (y también del Congreso, al menos en lo que han reflejado instancias decisivas pasadas) de apoyar las 3 causales. Para nosotros, es una razón de esperanza y de gratitud también. De esa luz nos afirmamos con uñas y dientes, y con todo el ser.
Ética del cuidado colectivo y las leyes
La ciudadanía ha expresado las suficientes veces, y en diversas instancias, su apoyo y solidaridad con quienes, en situaciones extremas, pueden decidir que la única acción de autocuidado para sus vidas es la interrupción de un embarazo inviable, con riesgo vital materno, y/o por violación. Para las niñas, en realidad, si lo pensamos, se trata de una doble causal: por violación, y por el riesgo que impone un embarazo forzoso- desde una mirada integral de su desarrollo evolutivo y su salud- en sus vidas actuales y futuras.
La pregunta planteada por el proyecto de ley actual es si vamos a dejar de criminalizar a niñas y mujeres que interrumpen sus embarazos debido a una o más de tres causales claramente definidas (en una decisión que es personal; nadie obliga a nada).
La mayoría de la sociedad ha respondido y está dispuesta. Nuestros legisladores/as, entonces, podrían con serenidad y confianza ejercer su responsabilidad de acoger y respetar la voluntad ciudadana, y legislar en conformidad a derechos humanos inalienables, y a una ética de cuidado y auxilio a niñas y mujeres en experiencias límite.
Estamos dando un primer paso, y de seguro habrá muchas otras precisiones que realizar antes de que el proyecto de ley entre en vigencia (y el diálogo no se agota). Pero este primer paso es preciso darlo sin más tiempo que perder. Y sin prolongar argumentaciones que por interesantes o valorables que sean, no son parte de la respuesta urgente que esperamos como país en una materia donde los estándares para concurrir, asistir, procurar acceso a salud, etc., necesitan ser explícitos, inequívocos, y respaldados legalmente para que a ninguno/a nos quede la menor duda sobre cómo debemos responder, especialmente quienes trabajamos en el área de salud.
El respeto a la dignidad de las niñas que han sido víctimas de violación y de embarazo violento, es incondicional, como asimismo debe ser incondicional nuestra respuesta humana frente sus necesidades, decisiones y procesos.
Las apelaciones a fortalecer esfuerzos y acciones de prevención de delitos sexuales, y de asistencia y acompañamiento de las víctimas –esfuerzos en que todos adherimos seguramente- no pueden reemplazar la decisión de garantizar sus derechos hasta ahora vulnerados, y tampoco condicionar la respuesta a la única pregunta sobre la mesa (dejar de criminalizar tres causales, o no). La única.
En lo demás, los empeños no cambian. Necesitamos seguir apostándonos como sociedad a la educación y protección de la infancia, y a la prevención de la violencia sexual (y de toda violencia) contra niños, niñas, jóvenes, mujeres y hombres.
Necesitamos, también, converger todos -quienes han estado en favor y en contra del proyecto de ley- y materializar las mejores respuestas y modalidades para cuidar a las víctimas, acogiendo su experiencia en sus términos, y no en función de la coincidencia o disenso con nuestras posiciones o preferencias.
El cuidado no es un trueque, no está sujeto a clausulas, exigencias ni arbitrajes. Es sólo responsable, humano: alguien lo necesita, alguien lo prodiga. ¿Estamos dispuestos a cuidar así cada uno, nuestro Estado, nuestro colectivo? Sea que las niñas y mujeres decidan continuar o interrumpir un embarazo por violación –y es una decisión profunda e inexorablemente personal-, su cuidado necesita ser una realidad accesible y respaldada por todos los recursos humanos y materiales que seamos capaces de poner a disposición como país.
Ojalá, una vez aprobado el proyecto y con antelación a la entrada en vigencia de la ley, podamos haber avanzado en estos caminos. Juntos.
Los adultos que somos parte de una sociedad podemos tener diversas creencias, historias de vida, éticas preferidas, y asimismo las tienen niñas y mujeres víctimas de violación quienes necesitarán, es lo más probable, de personas muy diversas acompañando sus trayectorias. Personas hospitalarias, sensibles, respetuosas, con quienes sentirse realmente apoyadas en cualquier evento.
¿Qué querríamos para ellas si esas niñas fueran nuestras hijas? La respuesta a esta pregunta es imprescindible, siempre urgente, y determinante en la legislación que debe ser aprobada.
Luego de meses y meses de tiempo invertido, tiempo de todos, revisando argumentos y evidencias de sobra a estas alturas, queremos creer que los parlamentarios que son padres y madres, abuelos, o los más jóvenes que igualmente comparten sus vidas con niños y niñas (aunque no tengan hijos), podrán responder desde el cuidado y aprobar las 3 causales, con la humanidad que se requiere y añoramos, más que nunca en estos tiempos.
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(*) Vinka Jackson y Rodrigo Venegas son psicólogos y académicos dedicados a temas de prevención y tratamiento del abuso sexual infantil, y de la ética del cuidado. Ambos tienen hijos: Vinka, dos hijas de 28 y 8 años, y Rodrigo, un niño de seis. n 2015, y a fin de contribuir a la conversación pública y como psicólogos, en torno al proyecto de ley por la despenalización del aborto en tres causales, fueron convocados al Colegio de Psicólogos de CHile para informar acerca de realidades y secuelas del trauma que viven las niñas y adolescentes víctimas de abusos sexuales y violación. Rodrigo Venegas conocía de cerca el sistema de protección, y trabajó junto a niñas embarazadas en programas de Sename. Vinka Jackson, además de su trabajo en ética del cuidado y con víctimas de violencia sexual, es ella misma una sobreviviente. Actualmente, ambos colaboran en la causa para lograr que se legisle en Chile la imprescriptibilidad de los abusos sexuales contra niñas/os y adolescentes (www.abusosexualimprescriptible.cl).
*Agradecimientos especiales con admiración y afecto al biólogo Oscar Lazo, a la abogada Verónica Undurraga y a la psicóloga y maestra Carol Gilligan por sus contribuciones en esta reflexión.
Incendios y trauma: guías útiles
Los incendios son catástrofes que estamos atestiguando en diversas latitudes, y los sentimos con más fuerza, mayor intensidad y duración. No basta el calentamiento global para explicarlos pues a la par -y a pesar de todo lo que sabemos de la situación frágil de nuestros ecosistemas- es demasiada la negligencia humana (de grandes corporaciones o personas naturales) así como actos los deliberados y criminales de individuos o grupos de ellos. Cualquiera sea su causa, los efectos son devastadores, traumáticos para sus supervivientes humanos, los niños especialmente, y su familias tratando de sacar fuerzas en medio de las tragedias (muchas personas han perdido a seres queridos, o visto cómo sus hogares, o comunidades enteras quedan bajo la ceniza), y todos los seres vivos, los animales, la tierra, sus árboles, su flora, aun cuando no tengan cómo traducir en voz audible, ni en palabras como las que usamos nosotros, todo su sufrimiento.
Las siguientes guías fueron elaboradas por Paulina Rincón, psicóloga chilena (PhD) especialista en trauma y académica de la Escuela de Psicología de la U. de Concepción. Están siendo publicadas en diversos sitios y creo serán de gran e imprescindible ayuda para familias, comunidades, en lugares de trabajo también.
Aquí van los pdf para descarga junto a la gratitud con Paulina Rincón por la generosidad de poner este material a disposición de todos nosotros.
Guía de Autoayuda Tras Incendios 2017_Supervivientes
Guia de Autoayuda Tras Incendios 2017_Familiares y Personas Proximas Vic Fatales
Sin amor, cómo (2017)
A veces no queda más que forzar la letra, apurarla, no reparar en ortografía ni los tics de siempre, mientras se vuelve todo una rebelión a no dejar languidecer luego del año vivido: ni en la esperanza, la gentileza, la respuesta no-rabiosa, la resistencia al desánimo, a tanto juicio y prejuicio.
“Por qué se preocupan de la Patagonia y no del norte”, por qué de las niñas y no de los niños, por qué de esta infancia y no de esta otra… por qué de la línea recta y no del punto… así llega a sonar cuando se juzga constantemente la buena voluntad o la dedicación que pone cada quien en diversas causas de cuidado, de amor.
“Qué bueno que somos miles y diversos y que así multiplicamos formas de actividad y de presencia”, eso rara vez se escucha. Menos se escucha del amor, de la defensa apasionada del sobrevivir (en estado de coma, también se podría, pero no es así que queremos continuar en la vida), de la gratitud por un día más y de la vindicación por días mejores, MUCHO mejores.
¿Usted querría morir hoy? Seguro que no, diríamos, y menos se entiende dilapidar días en el encono, y la inhumanidad.
(“Algo me afirma aquí dentro/ Mi amor por la vida, los seres, las cosas/ se hace cada día tan mayor”. Cecilia Casanova).
Hace poco escuchaba a una persona decir en una entrevista “por supuesto estoy a favor de la idea de tener humanidad, pero…”. Todas las palabras que anteceden a “humanidad”, la desposeen, de cuerpo, huesos, de formas de respirar –comunes-, de sangrar, de sentir dolor. ¿No que éramos todos seres humanos, con la misma dignidad, la misma vulnerabilidad? Llega el final de la frase y ahí queda ella, “humanidad” , como la niña de los fósforos de Andersen. Se agota el último cerillo, menos mal, antes de que el discurso continúe: más argumentos racionales, referencias a una emoción que jamás llega a sentirse presente. ¿De qué humanidad estamos hablando? ¿De la que me asemeja o hermana a mi peor enemigo o abusador? No conozco otra.
Lo que no nos interpela en relación a criminales de lesa humanidad, violadores, abusadores, igualmente podría disolverse en relación a otros seres humanos. Eso me asusta. Es el riesgo que siento en las distinciones de la compasión “sólo para tal, o cual” y la indolencia, permitida, excusable, si se trata de “estos otros” (cualesquiera “otros” sean). El problema es que la indolencia –tal cual la violencia- no es una criatura muy dada a la selectividad fina, o la modulación, y menos el control (creer que podemos “regularla” es un autoengaño): ella podría tomárselo todo, si uno la deja, si nos distraemos.
Puede comenzar con unos pocos seres humanos –quizás lejanos, “extraños”, simplemente “diferentes”, “extranjeros”, y en un extremo lóbrego, hasta podría parecer “justificada” si se trata de quienes son concebidos como “peligrosos”, “enemigos”, “psicópatas”, etc. Pero sin darnos cuenta la superficie se extiende, un poco y luego otro, hasta que la indolencia mina o impide nuestra conexión –en el sufrimiento o el deseo de plétora, del mismo modo- con compatriotas, o la tierra, sus seres vivos, y hasta con nosotros mismos, o con nuestros niños, todos los niños. Los más indefensos, borrados del alma.
Los niños. Los niños. Hablan de otros niños y niñas, nos cuentan cómo se llaman, a qué juegan, qué los hace llorar o reír. Rara vez comentan sobre etnias, procedencias, creencias, géneros, etc. “Migrantes”: no existe. De quiénes son hijos, o “herederos”, ni idea. Sólo ven y se relacionan con humanos. Sólo humanos. Antes de que aprendan de los adultos a juzgar. Prefiero, a mi edad, aprender de los niños. Lo poco que sé de amor incondicional (y queda mucho todavía), ellos, mis hijas sobre todo, me lo están enseñando. A darlo, a recibirlo.
Leo los resultados de la PSU, y los mejores puntajes provienen de un liceo en Ñuñoa, “este colegio era muy difícil, lleno de pandillas, partimos por darles cariño” dice su director (ver nota). Claro: sin amor ¿cómo educar? ¿Cómo nada?
Con amor: cuidar de una escuela, de un hogar, de los vínculos con los hijos, la pareja. Con amor cocinar, sacar energías para levantarse a media noche a arropar, a dar el remedio para la fiebre. Sin amor, cómo darse maña esos días en que querría una meterse en una caja de zapatos, o de aspirina, y descansar del tiempo, su prisa. Sin amor, cómo.
Los palafitos, por este tiempo, son una imagen que me ronda. La sensación de que las termitas se están comiendo calladas algo que no vemos, pero cualquiera de estos días, la casa que somos todos, del país que somos, se quiebra (o derrumba). Cuando un grupo de ciudadanos, como los niños y niñas, están en peligro como aquí están –y la realidad del Sename no puede ser más clara-, y son tratados o ignorados como en Chile, sin considerar el cuidado de sus vidas como la prioridad uno, es nuestra sociedad entera la que podría derrumbarse. No ahora, no de inmediato, pero ya sabemos cómo son las termitas.
Siento que estamos dejando que nos devore la falta de amor, de una actitud amante de la vida, capaz de esa pasión que permite insomnios (felices o preocupados), esfuerzos y desprendimientos, y que ante la sola mezquindad de respeto o de ternura, despierta, y defiende lo suyo, y hasta le alcanza para ir más lejos y ayudar a otros en su empeño protector, en el límite entrañable que intenta establecer: todo esto oscuro, gracias pero no, de aquí para afuera. Lejos. “No estamos disponibles”. No para más desmedro. No para más indolencia.
Cada amor, cada persona que ama, podría trazar firmemente su territorio, cuidarlo. Si lo demás flaquea y tiembla, que nuestro amor sea fuente de resiliencia, de poder, de inspiración, de resistencia mayor ante adversidades e injusticias. Arsenal en nuestros cuerpos, nuestro espíritu.
Lo conocemos, lo ejercemos, sabemos de qué es capaz el amor, sobre todo quienes estamos cuidando: el placer, la adhesión absoluta a lo que merece y nutre toda vida, y absoluta la ferocidad, también, de nuestros límites contra todo atropello, todo peligro, aquello que amenace en lo más mínimo la integridad de nuestros seres queridos. “Como una leona, león”, cada una de nuestras células.
No sé si alguna vez Chile fue un país particularmente reverente o amante de la vida, celebrador de sus días. Hoy no se siente así, y de mis recuerdos de niñez, tampoco queda esa emoción de la época pre-dictadura, y en dictadura menos. Luego, sin regenerar heridas, la democracia ha terminado siendo un tiempo poco vitalizador –y de muchas perplejidades- estos veintiséis años.
(Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris. Alejandra Pizarnik)
Esta bruma. Este frío. Tanta violencia, mil muertes, Florencia, Nabila, Lisette, tantos nombres que no alcanzamos a registrar. La confusión de contornos honestos y deshonestos, justos e injustos, cómo orientarse así, me pregunto. La soberbia inmoderada, el honor es una broma, la devoción por el bien común: una ausencia mayor.
De sueños, poco. Ateridos en el presente, uno tras otro: muchos presentes espesos, fatigados, con aspiraciones de futuro en miniatura, o superfluas, dependientes de “jaguares”, índices ocde, y cuánta otra compensación o excusa esté a la mano, para no ver nuestras carencias, o para no dar el salto a un cielo cualquiera y comprobar que tenemos alas todavía, y bastante grandes. ¿Y si 2017 fuera ese cielo?
Hay períodos, como en este 2016, en que cuesta mirar alto, suspirar de asombro o soñar, cuando sabemos que la desigualdad no amaina, y me la imagino riéndose de nosotros un poco, de nuestros empeños que serán siempre marginales en tanto no cedan la inequidad y la locura –y prefiero pensar en pérdida de cordura que en consentimiento con la eugenesia o el genocidio. Cómo entender la obsecuencia o la acción deliberada de una sociedad que permite que personas de toda edad (0 a 100) mueran, enfermen, sean olvidadas, porque no hemos defendido el cuidado de todas las vidas por igual. ¿Y el año que viene: podríamos sí defenderlas?
No dejar fuera a nadie. No saltarse pasos, etapas. O la pregunta del albedrío más elemental: ¿quiero o no quiero estar aquí? ¿quiero vivir? ¿Cómo? No transar ese estándar si podemos darle forma al fin. Para sí, para otros, para todos.
Derecho a ser cuidados, derecho a cuidar: hijos, parejas, padres ancianos, todos a quienes queremos acompañar en sus momentos de enfermedad, de recuperación, o en su despedida del mundo. Nuestras legislaciones todavía no entienden; todavía nos fuerzan a escindirnos. Podríamos negarnos. Claro que sí.
Veo al pasar un estudio de PNUD, los chilenos sueñan con “un país más protector”. Nostalgia del cuidado, como ética en las relaciones, como respuesta irrecusable, como acto de responsabilidad y soberano, tan favorable a la vida, al amor en el vivir.
Están faltando espacios amorosos, o palabras y voces en que podamos quedarnos, convalecer, emocionarnos, donde encontrarse unos y otros y levantar, construir, imaginar juntos. El clima social se siente agrio, con más inclinación al hartazgo que a la porfía de vivir mejor. Las mentiras interrumpen, las desidias, las humillaciones, las inquisiciones, o los actos grotescos, bailes a la salida de tribunales (celebrando privilegios de la justicia que no, no es igual para todos), juguetes de hule patéticos manoseados por señores idem, leyes importantes pospuestas como si no tuvieran más valor que el de un volante entregado a la salida del metro (de aquellos que guardamos en el bolsillo a falta de basurero próximo). En nada de eso ve uno amor. Cero.
Tampoco se deja sentir en campos o en calles sucias, la tierra arrasada (no trataríamos así a nuestros hogares, ahí donde dormimos cada noche), la dureza de construcciones e industrias -como la minera- que no tienen contemplaciones para con ninguna vida (ni humanos, ni animales, ni vegetación), o simplemente en el cotidiano descuidado de las palabras, del trato. En el Estado, sus poderes, no reconozco mucho espacio de amor tampoco, ni recuerdo su oficio de gran puente, de gran cuidador de todos, especialmente en el vínculo siempre delicado (y descabelladamente dispar) entre poderosos y la ciudadanía, y en ella, sus más vulnerables: los niños, y los ancianos.
Me suenan vacíos anuarios, indicadores (y desconfío del “estamos bien en comparación a”, que puede significar nada), los análisis eternos, las excusas, en el fondo. Las causas de la “crisis” –con diversas nomenclaturas y éticas preferidas en los matices- más o menos ya todos las conocemos, o las sentimos en la piel, y si no podemos indignarnos y reflexionar sobre ellas al mismo tiempo que trabajamos de cabeza en lo que pide transformación, de poco sirve. El hacer colectivo, que vaya más allá de la protesta. Vengan, en alud, las proposiciones de amor.
(El mundo es un elemento desesperado. Tendríamos que darle calma, acogerlo. Jorie Graham).
La desesperación, tan urgente como ilusionada, quiero creer, busca respuesta frente al cómo seguimos, qué hacemos ahora, de qué manera detenemos esta avalancha, la contenemos, la acunamos incluso, lo que haga falta para volver a un pulso más coherente con el aprecio a la vida, las vidas de todos –sin juicio de valor ni moralina, sólo hablo de desear vivir versus desear morir, y querer vivir no a duras penas, sino bien- porque sin eso no sé cómo hacemos visible y palpable la humanidad de los más chicos, eso como punto de partida inexorable.
(si recordamos, fuimos también niños, esa memoria está en nosotros, con su maravilla y su soledad, sus tribulaciones y abandonos, todo, todo)
Sename, licencia para cuidar, abuso sexual imprescriptible, la reforma a la educación, las garantías integrales para la protección de la infancia, la transformación radical del sistema de salud (basta de pedidos a medias, si sabemos que ese derecho debe ser universal), o de cómo vivimos día a día todo eso que llamamos “la dignidad humana”, “los derechos humanos” (que no son monopolio de nadie, hasta cuándo también con el sesgo, por sutil que sea, por tenue el subtexto, ya basta) especialmente pensando en los niños.
Inermes frente a la justicia, sin derechos humanos plenos, sin el apoyo de todos, además del daño a sus vidas hoy, dejamos en los humanos niños y niñas una granada de racimo para más adelante. Necesitamos proteger a las generaciones más jóvenes para que ellas también cuiden y doten de corazón a este país como casi no recordamos, como no disfrutamos hace mucho.
Los walking dead que sean personajes para la tele, los comics; no pueden andar circulando por paisajes queridos. No pueden hacerse cargo de nada, menos de esta democracia que tanto costó recobrar y cuyo síntoma de decadencia más grave, es su falta de amor y pasión por sus niños. O su falta de amor, punto.
Las edificaciones soportan lo que arrecia, todavía grises y anquilosadas, y es tanto lo que hemos lastimado del espíritu y la piel de esta nación. En libre circulación, faltan más amantes de la vida. Por ahora, mucho zombie todavía (quizás yo misma, más de una vez, por más alerta que ponga), arrastrando sus jirones o matando el tiempo entre un devorar y otro (humanos, vidas, tiempo, recursos, amores, los sueños, en fin, lo que encuentren a su paso). O entre uno y otro período de gobierno. O entre una y otra estación del año, nada más.
Qué palabra más hermosa podría ser “estación”, o “gobierno”, desde una emoción distinta y menos opresiva. Evoco sólo en el cuerpo, ese ejercicio -de soberanía, de consentimiento- y me demuele y enoja a la vez el respeto perdido a verbos y nombres que tanto tienen de vida, de derecho a decidirla: cómo la hacemos vivible, preferida. DIGNA. Amada.
(Cuéntame: ¿qué planeas hacer con tu única vida, salvaje y hermosa? Mary Oliver)
La vida es un tesoro, decimos, y no falta el que nos mira con cara de delirantes, ridículos, o poco inteligentes. Pero es un tesoro, cada día (aunque no nos propongamos agradecerlo y pase inadvertido el regalo de contar con uno más mientras otras personas, ahora mismo, mientras escribo, reciben la noticia de un diagnóstico terminal, tres meses, o uno). Me lo he repetido a diario, más en silencio que a viva voz, la mayor parte de mis casi cincuenta años, a pesar de lo que haya tocado vivir. Querría escucharlo en el volumen más alto imaginable, sobre todo de los más chicos que viven en este lugar, “mi vida es un tesoro”, podrían decir alegres y convencidos, con confianza en nosotros si somos capaces de sentir eso mismo, de repetir después de ellos que sí, sí lo es, y demostrarlo sin pausa.
¿Qué podría volver a enamorarnos así?
¿Qué sería de este país si en diez, veinte años, todas las nuevas generaciones llegan a grandes bien cuidadas y bien amadas, apoyadas en sus talentos, en su derecho a construir vidas preferidas y a hacerse responsables por esas vidas, no como una carga, sino como una entrañable oportunidad? Ya algo asoma de esa semilla. Me gustaría antes de vieja celebrarla en su esplendor.
(Yo te miro, yo te miro sin cansarme de mirar, y qué lindo niño veo a tus ojos asomar… Gabriela Mistral)
Añoranza profunda, activa, de vivir en un país donde poder cuidar y amar tranquila, y defender ese límite: ni un rasguño más, ni un abuso, ni una interferencia más a nuestros afectos ni a la posibilidad de juntarnos el puñado o los miles, millones ojalá, que compartimos esa disposición, que la vivimos día a día en casa, o tratamos, al menos, y no dejamos de tratar, junto a nuestras parejas e hijos, nuestras amistades, vecinos, con nuestros animales compañeros de vida también (cuánto amor ahí también), con nuestras flores de balcón o de jardín si contamos con uno.
Separados y con la cabeza gacha, el corazón frío, no le servimos a nadie (o le servimos justo a quienes menos queremos serles útiles), o quizás a la muerte que sabemos tendrá su momento, sí o sí, y no necesita mayor ayuda. Nosotros en cambio, la necesitamos: ayuda, para pelearle a tanta fealdad y codicia un buen pedazo de territorio donde vivir y convivir bien, en las mejores condiciones posibles. Condiciones de cuya creación somos responsables, si nos decidimos de una vez. Si nos reunimos en esta porfía.
(Pedir perdón por el tono, o lo poco, o las insistencias inevitables, pero la letra se arranca y corre por su cuenta hacia donde necesita en este regreso).
Es mundial, pero aquí cerca, el pedido del tiempo resuena semejante: ponernos a disposición los unos y los otros, de nuestros niños, de la vida buena, a pesar de tanta fragilidad que nos rodea.
Viene un nuevo año, dicen algunos que “con tal que no sea el 2016” es suficiente. Y sí, arduo año ha sido éste. Pero en pedir no hay engaño, y hay que pedir mucho más, intencionar mucho más: desear un 2017 amorosamente aguerrido, o aguerridamente amoroso, firmes cuidando y protegiendo (honrando) nuestras vidas, a nuestros niños, todo lo que sea “cuidable”, también el deseo a más no poder, y el derecho a desear, desear con todo el alma esa plétora que espera (siempre espera), y que mucho brío, demasiado, necesita recobrar.
(Nosotros también nos elevamos deslumbrantes y tremendos como el sol. Walt Whitman)
Cambio de camino, no de dirección (carta de retiro)
Octubre 16, 2016
“Hay momentos en la vida en que una persona, para ser fiel a sí misma, tiene que cambiar.
No de batalla, sino de trinchera. Cambiar de camino, no de dirección”
Leonardo Boff
Con afecto, con claridad, y también con necesaria coherencia, queremos compartir con ustedes la decisión de concluir al menos en esta primera etapa, nuestra participación en el movimiento “Repensando las tareas” (La tarea es sin tareas) al que nos sentiremos siempre, profundamente vinculados.
Fuímos dos de tres personas (junto a Paulina Fernández) que dimos inicio a este recorrido con la primera entrevista –vía diario la Tercera- sobre una iniciativa que en realidad veníamos dando a luz hace muchos años. Desde nuestros trabajos (Vinka y Carlos) y en publicaciones sobre educación, más de una vez, levantamos el cuestionamiento acerca del impacto de las tareas –en los derechos, salud y procesos de aprendizaje de muchos niños que además, en Chile, tienen jornadas extendidas-, entendiéndolas siempre como un síntoma más de una educación por mucho agobiada, y a la que concebimos inseparable del cuidado y respeto por la dignidad de sus niños, familias, y sus maestros.
Durante años, fuimos testigos de cómo los estudiantes secundarios y universitarios daban la batalla por una mejor educación, y por su lado, también los profesores. Pero faltaban las familias en esta tríada vital para cualquier sueño, reforma o revolución educativa en un país. Ver desde el primer día, cómo nacía un movimiento de mamás, papás, (abuelos, tíos, todos) que al cabo de un tiempo récord, contaba con noventa mil personas, ha sido realmente una experiencia tremenda y un éxito –“el resultado feliz de”- que alegra el alma. La oportunidad que se abría, era portentosa y entrañable. Para los niños, y para la educación.
De estos meses, conservamos aprendizajes, lecciones y lucideces nuevas, y otras de siempre. Seguimos creyendo, tal como desde el primer día, que cualquier causa relacionada con algo tan sagrado como la niñez y su educación, es indivisible de la vocación de cuidado y de una ética de responsabilidad (el cuidado, nuevamente) cuya prioridad sea proteger y alentar las vidas de cada nueva generación, sin alienar ni omitir ni por un momento el respeto, validación y contención de quienes acompañan su recorrido: las familias, las escuelas y docentes, junto al colectivo. Más aún, ese cuidado alcanza al propio activismo que cada persona elige desplegar: en sus acciones, su lenguaje, su sensatez y sensibilidad, y la constante atención al presente y lo que ese presente va hilando hacia el futuro.
Hemos reflexionado mucho acerca de lo que significa la actuación del movimiento, su vinculación –imprescindible- a las comunidades educativas (algo que todavía creemos indispensable fortalecer), y especialmente, el efecto del temprano involucramiento de los políticos en la trayectoria de estos meses. Aunque valoramos que la mayor amplitud de partidos y agrupaciones, junto a medios de comunicación, y foros sociales hayan demostrado interés en participar de una conversación siempre urgente en la protección de derechos de la infancia y su educación en Chile, nos preocupa que en demasiadas ocasiones lo que más resuene sean los mensajes “anti”, en clave negativa e imprecisa, o verbos como “prohibir”, o dinámicas de debate/disenso impositivas o agresivas, inclusive. Nada de lo anterior nos refleja, queremos ser muy asertivos, y lo hemos hecho presente desde un primer momento. También lo expresamos ante en el escenario no previsto y apresurado de la presentación de un proyecto de ley “para prohibir las tareas” (anunciado por el Sen. Quintana a la prensa, en junio pasado).
La prisa, la redacción del PL, no reflejaban el cuidado que exigen la niñez y su educación, las familias (el problema de la JEC no es separable del problema más vasto de jornadas laborales que no propician en lo absoluto el cuidado familiar y la conciliación), los profesionales docentes (invitar al colegio de profesores no es suficiente considerando su moderado % de representatividad del magisterio nacional), y las comunidades educativas.
Un país entero hace mucho espera conocer hasta dónde puede llegar su envergadura de imaginación y alas en este siglo XXI. El exceso de tareas es síntoma, ya lo decíamos, de una educación malherida, pero en la dolencia mayor, herramientas obsolescentes como “los deberes para la casa” se suman a la realidad de la JEC, a modelos curriculares sofocantes, a la presión del SIMCE, los incentivos perversos, la falta de apoyo a profesionales docentes, y la brecha de inconmensurable desigualdad entre niños/as que viven en Chile. Una brecha que sólo la educación, seguimos creyendo, como un puente hermoso y tozudo, podría y debe ayudar a eliminar.
Desde las premisas señaladas, ¿cómo entender un proyecto de ley sin una mirada holística e inclusiva de las comunidades educativas, y que encima refuerza la segregación al abordar solamente a colegios subvencionados? ¿No es continuar en las mismas dinámicas mercantiles y perversas si se castiga la subvención por incumplimiento de la “prohibición” de las tareas? ¿Cómo se planea fiscalizar el cumplimiento de esa ley: multando a colegios que a su vez deberían multar a profesores? ¿Y los demás establecimientos, quedan fuera?
¿No habrá una forma de combatir el agobio que lejos de ahondar separaciones, sea inclusiva y equitativa? ¿Bajo qué premisas se preserva el cuidado por el bienestar de nuestros hijos junto al bienestar y la apuesta que un país necesita realizar para que sus docentes puedan dar lo mejor de sí en el aula? No concebimos transformaciones en la educación sin un accionar estrechamente vinculado a los profesores y comunidades educativas que encarnarán esos cambios.
También es necesario responder a estas preguntas: ¿Cuál es la tasa de tareas escolares en Chile, qué contiene la rúbrica de evaluación disponible para apoderados y padres? ¿Cuál es la definición de “tarea”, y dónde se explica, al alero de esa definición, cómo debería entenderse entonces el juego educativo, determinadas actividades para niños con NEE, o los videos de YouTube que los niños ven (y aman hacerlo) en el modelo de flipped-classroom que algunos establecimientos están implementando, o la realización de proyectos fenomenológicos en colegios donde se están dejando atrás las asignaturas, o en aulas donde los docentes trabajan –luego de la revolución iniciada por Mortimer Adler y revivida por Salman Khan- el seminario socrático? Las tareas pueden ser motivo de tensión, conflicto y hasta de maltrato físico/psicológico en hogares donde la dificultad del niño para “responder” genera frustración en padres agotados, agobiados. Pero en hogares donde niñ@s son abusados sexualmente, muchos de ellos encuentran un refugio en el tiempo y “defensa” de sus actividades escolares y/o rendimiento académico, como una forma de reducir la frecuencia y exposición al abuso. Podríamos señalar muchos ejemplos donde no es tan blanco-negro el resultado de la implementación de una medida como la que sin mayor detalle ni desarrollo, enuncia el proyecto ley original (en el sentido de “prohibir”, “eliminar”).
Si el camino elegido y justificado es legislar, se legisla para un país entero, para toda su infancia, considerando a todas las comunidades educativas. No podemos omitir preguntas, ninguna, si dicen relación con la experiencia de niños/as diversos en proyectos educativos asimismo muy diversos. Lo anterior no equivale a capitulación, sino a respeto y en esa disposición no hay renuncia. La humildad, el autoexamen, son constantes como premisa del cuidado ético (Gilligan, Noddings) y también lo es la responsabilidad modélica de adultos, educadores y activistas, frente a la infancia y frente al colectivo.
A la presentación apresurada del PL en junio, se suma el que la Comisión de Educación del Senado sorprende a todos con una votación el pasado 12 de octubre, de la cual nos enteramos mientras se realizaba y sin contar con la certidumbre de que se hubiesen tomado en cuenta los resultados de acuerdos vinculantes. Podemos valorar la diligencia, pero recordemos que el propio Senado condicionó la votación del proyecto –en agosto pasado- a las recomendaciones que entregara Mineduc luego de convocar una mesa técnica con la participación de educadores, familias (representadas por el movimiento), expertos, etc. De esa mesa que duró dos meses y en la que participamos (durante 6 Sesiones, de 2 horas y media cada una), surgen conclusiones y un informe que los Senadores recibieron. No obstante, no consta su consideración en la votación del 12 de octubre, aun cuando ésta fuera entendida como un “triunfo”. En cualquier logro, creemos, el autorespeto traza un límite y como movimiento debió ser explícita la insistencia y respaldo al informe (y trabajo) de la mesa técnica. Los códigos de la esfera política, legislativa, no siempre son iguales a los de la ciudadanía y las personas, pero más de un activismo está demostrando que es posible hacer las cosas sin comprometer su autocuidado y autorespeto.
Las causas nacen, cumplen ciclos, y entre esos puntos se levantan identidades, y se eligen por acción u omisión ciertos derroteros (con los cuales diversas personas se sienten más o menos en sintonía). Ojalá las elecciones siempre fueran, sean, con plena presencia e intención, y no arrastradas por contingencias, la prisa, o la desatención. El autoexamen es constante, para nosotros lo ha sido, al respecto del fin y de los medios, de lo que es endosable y lo que no, y de lo que consideramos y no como “logros”.
Hay un verso muy lindo de Vicente Huidobro que dice: “deseo esta ola del horizonte como único laurel para mi frente”. Esa ola que podría ser un amor bien correspondido, la reverencia ante la vida, un sueño cumplido. Nuestro horizonte más feliz ha sido y seguirá siendo aportar a la vida buena y el cuidado de la niñez, y al fortalecimiento de la educación entendiéndola como un bien público y de hacer colectivo. Siempre con los profesores y comunidades educativas y humanas, y siempre con la mayor delicadeza, de artesano chino en cada acción, cada palabra, cada paso, para poder disfrutar uno o más laureles con dicha, y con satisfacción cristalina. Con paz.
Aquello que uno más ama, lo que más anhelamos, lo que tratamos de construir para quienes más queremos (nuestros hijos y los de todos) merece tiempo, templanza, visión de futuro, y aunque suene repetitivo, el mayor cuidado. Los niños son un tesoro, su educación debería serlo, el movimiento lo es, y puede todavía llegar a ser más grande en tanto logre invocar y reunir –sin alienar con palabras ni acciones o con un proyecto ley que no refleje la integralidad del problema- a miles de personas y voluntades. Somos casi cien mil, pero recordamos que existen 3.6 millones de NNA en edad escolar, miles de familias más, y miles de docentes. Hay espacio para crecer todavía más, y del modo más inclusivo.
Para terminar, gracias a cada uno y una, a todos, por lo compartido y aprendido en esta primera etapa, y también por recibir esta decisión que resulta de un discernimiento largo, y de un período de espera que creímos importante sostener en tanto se concretaban trayectorias como por ejemplo la mesa técnica y la elaboración de una propuesta sólida de parte del movimiento (actualmente en desarrollo y destacamos el rol que la psicóloga Constanza Gamboa ha tenido en dicho cometido).
El tiempo dirá si nos volvemos a encontrar en etapas futuras. Ahora nos despedimos y tengan la certeza que desde dondequiera, estaremos trabajando como siempre, con y para los niños y niñas, jugándonos por el sueño de una educación inseparable del cuidado ético, y de un país responsable con su infancia, capaz de darle protección, y un amor tan grande que alcance y vuelva sobre toda nuestra sociedad.
Carlos Ruz, Matemático, Docente
Vinka Jackson, Psicóloga, Educadora